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La retórica del pensamiento único

Definitivamente, el pensamiento único existe. Lo confirma el empeño en negar su existencia. Todas las reservas intelectuales se disipan ante este coro concertado integrado por políticos cuya única coordenada ideológica es espacial, el centro, e intelectuales que descalifican por populistas a quienes juzgan como tramposa la tesis, su tesis, de que no hay alternativas. En su sentir, quienes hablan de pensamiento único hacen uso de argumentaciones retóricas, más propias de los medios de comunicación que de la ciencia, al servicio de vagas propuestas carentes de todo realismo.El diagnóstico es bastante atinado. La crítica al pensamiento único participa de esas características. Y, además, no puede ser de otra manera. Porque la crítica al pensamiento único se sitúa en el terreno mismo donde éste se afinca: la polémica política. La importante diferencia es que, en virtud de lo que afirman, los críticos no escamotean la naturaleza del conflicto. Tomar en serio esa circunstancia tiene implicaciones no irrelevantes para la reconstrucción de la izquierda. Según los críticos de los críticos, lo que se llama pensamiento único no es sino la exacta descripción de los acontecimientos. No hay otro modo de abordar los procesos. Así, carecerían del menor sentido de la realidad quienes sugirieran que el mejor modo de "homogeneizar las economías europeas" es, en corto y por directo, igualar las condiciones de vida de sus ciudadanos, atender a cómo anda el paro, la renta o los servicios. Esa propuesta se descalifica por inviable. Ahora bien, a poco que se indaga qué es lo que se quiere decir con inviable, no se encuentran sólidas leyes económicas o matizados principios morales, sino con "imposibilidades políticas": no resulta aceptable para quienes están mejor. Pero esto es cualquier cosa menos un argumento. Cierto es que no cabe ignorar cómo están las cosas, pero cómo están las cosas, en este contexto, quiere decir exactamente que se carece de fuerza política, de capacidad de imposición, nada que tenga que ver con la ciencia o la ética, con que la propuesta resulta imposible o inmoral. Reconocer cómo están las cosas requiere reconocer, ante todo, dónde empieza la resignación. Es posible que las cosas no puedan ir de distinta manera a como van, pero eso es distinto de saber que están bien como están. Quien no se reconoce en derrota ni siquiera imagina la victoria. De otro modo, a fuerza de hacer de la necesidad virtud, de ajustar las reclamaciones a lo que hay, ni siquiera cabrá una cabal valoración de cómo son las cosas.

Los críticos de los críticos sostienen que la idea de pensamiento único es una batalla en el corrompido terreno de la opinión pública, no una pulcra discusión académica. También es cierta esta opinión, sostenida, por cierto, desde los periódicos. Pero es que ése es el territorio obligado, una vez se reconoce la naturaleza política de la polémica. Acaso el mayor indicador de la existencia de un pensamiento único que impregna las maneras de mirar el mundo es que se aúnen tan impecablemente la disposición a medir la "salud" de las economías por ciertos indicadores macroeconómicos con el desprecio hacia quienes recuerdan lo evidente y echan algunas cuentas elementales acerca de la pobreza y la desigualdad, cuentas con frecuencia más precisas que aquellos indicadores. Resulta sintomático que se reproche el estilo, cultivado por Le Monde Diplomatique, que consiste en combinar el análisis, por lo general bien arropado empíricamente, con la intención política. Es indiscutible que Le Monde Diplomatique no es The Economic Journal, como no lo es The Economist, que utiliza un proceder semejante, aunque se pretenda laico. Por lo demás, en una revista académica no se encuentran metáforas tramposas, como mercado libre o flexibilidad laboral, ni se manejan imprudentemente términos como eficacia o competitividad, aunque, dicho sea al paso, sí que pueden encontrarse abundantes resultados que muestran el mal funcionamiento del mercado. Sencillamente, lo que se quiere contraponer a la "demagogia" es una especie de economía popular cimentada en unas relaciones (entre empleo y flexibilidad, entre gasto público y despilfarro) que si nos parecen tan "evidentes" es porque estamos tan instalados en ciertas maneras de mirar que ni reparamos en sus discutibles presupuestos. Al cabo, nada hay más " evidente" que la idea de que la Tierra está en el centro del universo. Todos vemos que el Sol se desplaza y que los objetos caen a la Tierra. Sucede con la "economía popular" como con la cosmología geocéntrica, o con el nacionalismo, que cuando uno se deja capturar por su mitología, por su lenguaje y sus presupuestos, le resulta imposible escapar a sus conclusiones.

Desde los sesenta, la izquierda ha manejado un idioma prestado, a lo sumo, un discurso puramentere activo. Ciertos principios (distributivos, por ejemplo) en otro tiempo criticados se convirtieron en sagrados, y las preguntas inaugurales sonaban a grosería o ignorancia. Resultaba una impertinencia hablar de impuestos o recordar que no es un argumento normativo o científico la apelación a los intereses o a la fuerza. Que, por el contrario, carezca de vigor persuasivo la aspiración a una distribución más justa o a que los ciudadanos puedan ordenar sus vidas sin incertidumbres ni chantajes revela la hondura de una insania intelectual que ha acabado por embotar la sensibilidad en la valoración y que impide pensar con limpieza. La izquierda tiene que evitar ser capturada por fórmulas que impiden las preguntas importantes, que empiezan por presumir lo que, por lo menos, no está claro; tiene, para decirlo todo, que construir una retórica acorde con su propia geografía moral.

A fuerza de repetirse, toda mentira parece verdad y, cuando se repite contra uno mismo, se acaba por dudar de las propias convicciones, proceder siempre más aceptable que dudar de la propia cordura. La travesía acostumbra a recalar en abandonar la identidad. Identidad que, para la izquierda, se asienta en afirmar ciertos valores con los que construir los esenarios de la vida compartida, valores cuyo vigor, conviene advertir, no depende de su fuerza electoral. Antes al contrario, la ausencia de convicción en la defensa de los valores suele rebrotar como derrota electoral: puestos a escoger, mejor los convencidos de siempre, piensa, con razón, una ciudadanía que, en estas condiciones, ante la ausencia de alternativas, se muestra incapaz de mirar el mundo de otro modo. Por supuesto, no se trata de repetir las viejas fórmulas, pero sí las viejas ideas. Exactamente como lo hizo el más brillante pensamiento conservador en los setenta, que, lejos de introducir nuevos valores o ideas, se limitó, eso sí, con enorme talento, a retomar y desarrollar viejos argumentos, viejas tradiciones. La lección debe ser aprendida por otras herencias.

Féliz Ovejero Lucas es profesor titular de Metodología de las Ciencias Sociales en la Universidad de Barcelona.

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