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Tribuna
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El hombre abstracto

Antonio Muñoz Molina

En la gama cromática de Felipe González predominan los azules: azul marino el traje, azul claro la camisa, levemente azulado, por contagio visual, el gris del pelo, el material transparente de la montura de las gafas. Los azules sugieren siempre distancia, equilibrio frío, abstracción. En un cartel electoral de hace ya muchos años Felipe González aparecía sonriendo ante un fondo celestial de azules, como instalado en una quietud estratosférica, inalcanzable para los mortales vulgares, inaccesible a toda turbulencia. Según las cosmología aristotélica, por encima de la esfera de cristal donde estaba engastada la Luna todas las cosas se mantenían en una perfección invariable: los cuerpos celestes, las ideas puras, los seres angélicos. El cambio, la decadencia, el desasosiego, el desgaste del tiempo, eran patrimonio de esta esfera sublunar en la que los mortales nos afanamos como insectos, en la que ni los colores ni las ideas tienen la menor pureza.Oyendo a Felipe González da la impresión de que habita en un mundo menos imperfecto que el nuestro, que lo ve todo resumido en categorías, en grandes movimientos y principios. Llega a declarar como testigo y con él entra en la sala como un hipnotismo de abstracciones que al cabo de un rato ya nos tiene aletargados a todos, exagerando el efecto de la temperatura caliza de Madrid y el cansancio acumulado de tantas sesiones judiciales. Llega Felipe González vestido de azul marino, con su camisa azul celeste, con el pelo agrisado, un poco cargado ya de hombros, entrado en carnes, en una madurez que es más o menos la misma de toda la generación que ocupó el poder desde principios de los años ochenta. Después de haberse pasado una parte tan considerable de su vida adulta ejerciendo la autoridad, a Felipe González le ha quedado un porte sólido de mando, una dicción lenta y machacona, propia de alguien que no tiene la costumbre de que le interrumpan ni le limiten el tiempo de su turno de palabra.

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Da igual el letrado que le interrogue: Felipe González no cambia de entonación ni parece alterarse nunca, y por mucho que quieran forzarlo nunca desciende a los pormenores concretos de las cosas. Lo imagina uno encaneciendo en su estratosfera azulada de grandes principios, de cuestiones de Estado, sin distinguir, tan de lejos, las miserias y los contratiempos comunes, los azares, las incertidumbres, los errores, las cosas con las que siempre eran otros quienes tenían que lidiar. "Podría hacerse un libro con todas las cosas que tú ignoras", cuenta Tobias Wolff que le dijo una vez su padrastro: podrían hacerse volúmenes, bibliotecas enteras, con las cosas que los acusados y los testigos en este proceso dicen no saber, no haber llegado a enterarse mientras sucedían, a no ser, en algunos casos, mediante la lectura de la prensa. Álvarez Cascos se reunió con el director de El Mundo y con el abogado de Amedo y Domínguez y no supo que unos días más tarde empezaría a publicarse en ese periódico un serial de confesiones incriminatorias. José Barrionuevo se enteró del secuestro de Segundo Marey por los resúmenes de prensa que le llevaban cada mañana a su despacho. Nadie en el Ministerio del Interior ni en los servicios de información sabía nada sobre los atentados terroristas en el sur de Francia. El general Alcalá Galiano, cuando era jefe máximo de la Policía Nacional, no sabía qué misiones les eran encomendadas a los geos. El general Aramburu Topete también ha declarado que no sabía nada de la guerra sucia contra el terrorismo, aun cuando fue director general de la Guardia Civil.

Felipe González ni siquiera tiene necesidad de negar. A él se le nota que posee una habilidad congénita para situarse por encima de la sordidez de los hechos concretos, una capacidad telescópica de ver de lejos y en conjunto: lo que en los testimonios de otros era el horror diario del terrorismo, la injuria de la indiferencia francesa ante el porvenir tan dudoso de nuestra democracia, el encanallamiento de los habituados y los beneficiarios del crimen, en su declaración se convierte casi en un relato a grandes rasgos de hechos históricos. Recuerda con afecto al más abstracto y olímpico y momificado de los dirigentes europeos, François Mitterrand, enuncia las estrategias internacionales que llevaron al ingreso de España en la Unión Europea y en la OTAN, a la cooperación gradual de las autoridades francesas, perfectamente calculada en virtud de sus propios intereses, no por simpatía humanitaria ni por solidaridad.

Poco a poco, en la modorra de las abstracciones, en la monotonía eficaz de las palabras de Felipe González, se va desfibrando la historia de sufrimiento, de crueldad, de vergüenza, que cada uno de nosotros ha establecido en su imaginación, se disgregan hechos y rostros, casi se olvida a las víctimas reales, a penas se oye el nombre de Segundo Marey. Con sus gafas de hombre cultivado y reflexivo, con su pelo gris de solvente madurez, su traje azul y su corpulencia de político europeo, de gobernante abstracto, Felipe González se marcha de la sala dejándonos a todos, actores y público de este juicio que a él no le concierne, como empantanados de nuevo en la grosera realidad.

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