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Tribuna
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Fabada y música de cámara

Antonio Muñoz Molina

Si para ser escritor es necesario, como se decía antes, hacerse una firma, voy dándome cuenta de que para llegar a algo en la abogacía es necesario hacerse una voz. En este juicio, donde al principio yo sólo apreciaba una pesada monotonía de togas y retóricas, ahora he aprendido a distinguir a quienes tienen hecha una voz de quienes todavía se la están haciendo, y también me he dado cuenta de que hay quien nunca llegará a tenerla, igual que hay gente que escribe y carece de la mirada o del metal de voz que vuelven inconfundible un estilo. Olga Tubau, la abogada de Segundo Marey, tiene una voz nítida y catalana, con una sonoridad en la que siempre hay un matiz de cortesía, de invariable buena educación. Única mujer togada entre tantos varones, Olga Tubau, con su pelo corto y sus cejas alzadas por encima de las gafas, sobre el perfil atento de pájaro, parece más que abogada una instrumentista en una orquesta de cámara donde su voz equivaldría a un sonido de viola. Otra de las grandes voces es sin duda la de José María Stampa, que ha ejecutado algunos solos enérgicos, amenazadores, espectaculares, como un Rostropovich que tocara con aspavientos calculados de virtuosismo el violonchelo de su propia voz.Pero la voz que parece más hecha, la que alcanza sonoridades más profundas, es la del abogado Cobo del Rosal, que representa y defiende a Rafael Vera. Cobo del Rosal tiene la corpulencia hinchada y solemne y la voz honda de un contrabajo, una voz de resonancia cóncava, oreada de tabaco, con una vibración poderosa de madera y de cuerda en las notas más bajas, una voz que se corresponde tan perfectamente con su figura tras el pupitre del estrado como la forma y el peso de un contrabajo con los sonidos que le arranca el arco. Cobo del Rosal tiene las cejas negras y el pelo blanco, con una ondulación enfática de galán envejecido que aún conserva los rasgos fuertes de su masculinidad en la cara carnosa, una cara de galán retirado hace tiempo al que el pelo ya empieza a clarearle y las gafas que antes no usaba se le deslizan por la nariz con un punto de negligencia que tiene algo de tardío dandismo.

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Si el solo más consumado hasta ahora de José María Stampa fue el interrogatorio de Rafael Vera, Cobo del Rosal emplea más a fondo que nunca su presencia y su voz en su asedio enérgico al único testigo relevante del día, Francisco Álvarez Cascos. Álvarez Cascos también se ha hecho una voz, pero no para la acústica severa de los salones judiciales, sino para los espacios anchos y broncos del mitin político, para la palabrería deslenguada de los titulares y la gresca de las tertulias que inyectan cada mañana en las radios de los taxis la cafeína y la nicotina de la inveterada mala leche española. Álvarez Cascos tiene una voz fuerte y clara que propende al bocinazo mitinesco, y que incluso en la solemnidad del Tribunal Supremo adquiere enseguida un filo de arrogancia impaciente. Álvarez Cascos entra a declarar como testigo con una sonrisa suficiente en la cara un poco abotargada y una cartera de ante bajo el brazo, una cartera de gran importancia, que parece uno de esos regalos conyugales, lujosos y prácticos, que se hacen a maridos muy ocupados, a maridos tan importantes como el propio Álvarez Cascos.

La imagen casi nunca retrata: enaltece o deforma. A algunas personas las fotografías y las cámaras de televisión tienden a agravarles sus rasgos más infortunados. Visto al natural, Francisco Álvarez Cascos es menos amenazante o caricaturesco que en los periódicos y en los noticiarios: el gesto de la boca no es tan exagerado, no tiene esa hinchazón de ira sanguínea en la cara. Álvarez Cascos tiene el pelo extraordinariamente negro, con un corte tan pétreo y anacrónico como su superior inmediato, esculpido a navaja, como se decía antes, con una de esas barbas que ya azulean a las pocas horas de haberse afeitado. A los lados de la doble arruga velluda que le divide la frente, sus cejas negras son dos semicírculos exactos. Mientras Cobo del Rosal lo interrogaba, era imposible verle la cara, así que no puedo saber en qué medida se transparentaron en ella la impaciencia o la ira, la tentación del poderoso de callar a quien empieza a importunarle. Cuando abandona la sala, después de un interrogatorio tortuoso en el que nadie llega a saber de qué habló en cierto encuentro con el abogado de Amedo y Domínguez y con el director del diario El Mundo, Álvarez Cascos tiene la misma expresión de complacencia que cuando entró en ella, más alto y menos rudo de lo que muestran las fotos y las cámaras, la americana ahora desabrochada sobre la prominencia abdominal, la cartera de ante bien apretada bajo el brazo, una sonrisa y un brillo en los mofletes como de disfrute físico del poder, tan rotundo como la somnolencia feliz que debe de quedarle al vicepresidente después de zamparse una fabada en las fraternales comilonas políticas de su tierra.

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