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Tribuna
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Víctimas

Los psiquiatras que atienden a víctimas de torturas lo saben. Lo más difícil, quizá lo imposible, es restaurar en ellos la confianza en su propia especie, esa confianza que un día se quebró cuando uno o varios desconocidos quisieron destruirles metódica, profesionalmente, por mandato de otros desconocidos que practican la más aberrante de las recetas, aquella que declara que el fin justifica los medios.Esa quiebra de la confianza es lo que trocó en desconcertado pánico el júbilo que el torturado Ortega Lara tenía que haber sentido cuando volvió a ser libre. Es lo que aún le atormenta y le ha impedido asistir al juicio de su caso. Es, también, la sombra en cuya compañía medita Segundo Marey desde hace 15 años. Marey, que, desde su estatura de superviviente, habló por fin, y nadie habrá dejado de estremecerse ante el sencillo relato de cómo fue desvalijado de la entereza, la dignidad, la inocencia. Pues quien desciende a los abismos que otros han preparado para él regresa, si es que puede, con una forma de mirar que transforma todo lo que antes contempló y contamina el mañana.

Primo Levi, en La tregua, escribió: «...sentíamos que aquello no podía suceder; que nunca ya podría suceder nada tan bueno, nada tan bueno y tan puro como para borrar nuestro pasado, y que las señales de las ofensas se quedarían con nosotros para siempre, en los recuerdos de quienes las vivieron, y en los lugares donde sucedieron, y en los relatos que haríamos de ellas». Se refería a las sensaciones que despertó en él y en sus compañeros su liberación del campo de exterminio de Auschwitz, en 1945, pero puede aplicarse a toda situación en la que alguien ha recibido la visita del lado más abyecto de sus semejantes. Cualesquiera que sean las motivaciones y la magnitud del horror resultante, que las víctimas sean pocas o millones, la intención del verdugo es la misma: convertir al otro en nadie.

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