Junio del 68
El mismo día en que Ignacia Ceberio, militante de ETA muerta en enfrentamiento con la Ertzaintza, recibía sepultura en Lizartza, Guipúzcoa, el diario Egin recordaba al primer miembro de esa organización muerto a tiros, otro 7 de junio, con las armas en la mano: Javier Echebarrieta Ortiz, abatido por un guardia civil en un paraje conocido como Benta-Haundi, cerca de Tolosa, en 1968. Treinta años y 800 funerales separan ambas muertes.¿Era inevitable o siquiera probable que de aquel grupo de estudiantes nacionalistas al que pertenecía Echebarrieta acabase naciendo una organización capaz de asesinar en tres décadas a 400 policías, 100 militares y 300 civiles, de los cuales casi 30 eran niños? La mayoría de los que se han ocupado del fenómeno ETA creen haber encontrado causas sociológicas y políticas susceptibles de explicar por qué la violencia arraigó en el nacionalismo vasco y no en el catalán, por ejemplo, y por qué, de entre la constelación de grupúsculos izquierdistas salidos de la resaca del 68, sólo ETA perseveró en la violencia. Sin embargo, es imposible ignorar la existencia decisiva de factores casuales, imprevistos. Las cosas podrían haber rodado muy diferentemente si aquel 7 de junio, dos horas antes de ser el primero en morir, Echebarrieta no hubiera sido también el primero en matar: a un guardia civil de 25 años, José Pardines, que dio el alto cerca de Villabona al vehículo con matrícula falsa en que viajaba en compañía de otro activista, Iñaki Sarasketa.
Este último, que contaba entonces 19 años, y que antes de terminar el mes sería condenado a muerte en Consejo de Guerra -y luego indultado-, ha ofrecido en una entrevista reciente detalles sobre los hechos. El guardia les pidió la documentación del vehículo y se dirigió a la parte de atrás -era un Seat 850 coupé- para verificar la numeración del motor. Echebarrieta dijo a su compañero: "Si lo descubre, le mato". El otro intentó disuadirle: "No hace falta, le desarmamos y nos vamos". El guardia, recuerda ahora Sarasketa, "nos daba la espalda, de cuclillas, mirando el motor en la parte de atrás. Sin volverse empezó a hablar. "Esto no coincide...". Javier Echebarrieta, un recién licenciado en Ciencias Económicas, de 23 años, tercer hijo de una familia bilbaína de clase media, "sacó la pistola y le disparó". (La Revista de El Mundo, 7-6-98).
Junio del 68. En un artículo publicado en Egin hace 20 años, Mario Onaindía -que también había sido condenado a muerte e indultado en 1970- constataba con tristeza su pertenencia a una generación que "no había tenido su mayo", nacida "entre controles y funerales, aquel día de junio de 1968 en que los discursos fueron interrumpidos en Benta-Haundi".
La muerte que causó, y que adelantó la suya, interrumpió el discurso de Echebarrieta. Javier Echebarrieta -así escribía él su apellido- había sido un estudiante brillante; era poeta -concurrió al Adonais-, melómano, director de la revista de su facultad: un joven intelectual, de aspecto frágil y mirada melancólica, según se le ve en las fotografías incluidas en la biografía que de él publicó hace 5 años José María Lorenzo Espinosa, actualmente miembro de la Mesa Nacional de HB. Añade Sarasketa: "Volvió a dispararle tres o cuatro tiros más en el pecho. Había tomado centraminas y quizás eso influyó".
Este detalle de las centraminas era desconocido. Según Sarasketa, del mismo modo que las pastillas le habían puesto eufórico, "dos horas después le hundieron en un ataque de pánico. Salimos de la casa..." Echebarrieta había leído todo lo disponible sobre la lucha armada. Pero una cosa es la lucha armada, un concepto, y otra matar a un hombre. En cuanto se le pasó el efecto euforizante de las centraminas, Echebarrieta, que no era un asesino, no pudo dejar de verse como tal. Huérfano de padre desde la niñez, seguramente comprendió el carácter irreversible de lo que acababa de hacer y vivió esa revelación como necesidad de expiación: supo en ese mismo momento que el primero en matar sería también el primero en morir; y toma una decisión absurda: abandonar la casa de seguridad de Tolosa en que se habían refugiado y salir a la carretera. Para hacerse matar.
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