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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Promesas en Moscú

EL RESULTADO de la visita de Slobodan Milosevic a Moscú para hablar acerca de Kosovo con Yeltsin, prácticamente su único amigo en la escena internacional, se ha resuelto con un largo catálogo de promesas del líder serbio. La principal, resolver la crisis por medios pacíficos. Pero la exigencia occidental inexcusable, la retirada inmediata de militares y fuerzas especiales que desde febrero pasado han protagonizado una escalada represiva en el territorio de mayoría albanesa, ha sido rechazada por el dictador serbio en un aparente órdago a la Alianza Atlántica. Milosevic no ve ninguna razón por la cual sus tropas no puedan seguir desplegadas en suelo yugoslavo, aunque entre sus ofrecimientos figura el de confinar a policías y militares en sus bases «si cesan las actividades terroristas».La elección de la aliada Rusia para anunciar sus concesiones no es casual. Nadie como Yeltsin, que forma parte del Grupo de Contacto, para transmitir a Milosevic la sustancia del ultimátum aliado. Moscú es el patrón del eje ortodoxo-eslavo al que Serbia pertenece, y vende armas a Belgrado. El devaluado Kremlin necesita, de otra parte, poner su huella en alguna iniciativa que recuerde a los rusos su condición de antigua gran potencia. Con su mediación en la crisis de Kosovo, solicitada por el propio Yeltsin en Bonn la semana pasada, Moscú hace, además, los deberes cara a EE UU y sus aliados, de los que depende para detener la caída del rublo y salir de su pozo económico. Milosevic, como ilustró la guerra de Bosnia y la subsiguiente paz de Dayton, es especialista en incumplir promesas. La incógnita actual es si el líder serbio, convertido por méritos propios en el enemigo público número uno de Occidente en Europa, otorga la credibilidad suficiente a la amenaza de intervención formulada por la OTAN y anticipada el lunes con la exhibición de su potencia aérea sobre los cielos de Albania y Macedonia. La eficacia de algunas de sus promesas hechas ayer en Moscú va a verse puesta a prueba inmediatamente: libertad de movimientos para organizaciones humanitarias, presencia de observadores internacionales, fin de la represión contra civiles. Otras aparentes concesiones no son tales, como la libertad para que los miles de huidos a causa del terror serbio puedan volver a sus casas. O, más palmariamente, el ofrecimiento de reanudar negociaciones con los jefes de la mayoría albanesa de Kosovo: no ha sido Milosevic el que ha interrumpido estas incipientes conversaciones forzadas por Washington, sino los propios kosovares albaneses, que representan al 90% de la población y no veían sentido a sentarse en Pristina con los enviados de Belgrado mientras las fuerzas serbias arrasaban pueblos enteros. Las negociaciones, si se reanudan, deberán contar con que el Ejército de Liberación de Kosovo, el grupo armado independentista ajeno al control del pacifista Ibrahim Rugova, ya no es una banda de desesperados, sino una organización numerosa, crecientemente armada y profesionalizada y que domina una parte sustancial del territorio. Milosevic, que entiende exclusivamente el lenguaje de la fuerza, es maestro en el arte de comprar tiempo, en llevar a sus adversarios hasta situaciones límite para, con el quiebro de una concesión de última hora, desactivar una amenaza inminente. La OTAN, por su parte, no tiene, pese a su belicosidad verbal, ningún deseo de intervenir en Kosovo. Antes de dar un paso en ese sentido, Clinton, como socio principal de la Alianza, tendría que explicar a su renuente opinión pública las razones del movimiento; y es dudoso que la ONU pueda otorgar su autorización, dada la capacidad de veto rusa en el Consejo de Seguridad. Los próximos días van a dar la medida de las intenciones del presidente yugoslavo y de la voluntad real de Occidente.

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Milosevic se compromete a cumplir las condiciones de la OTAN para la paz en Kosovo
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