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Bajo los tilos

Andrés Ortega

Diez años después de la caída del muro, el cambio que se va a producir gradualmente, pero marcadamente en 1999-2000, de Bonn a Berlín, puede suponer mucho más que un desplazamiento geográfico hacia el Este de lo que era la capital de la República Federal de Alemania. Implica toda una mutación en términos de psicología política. En Berlín se está construyendo, o reconstruyendo, mucho más que una bellísima capital de Alemania. La cancillería proyectada, ahora en obras, es un edificio inmenso, como lo es el Bundestag en el antiguo Reichstag. El británico Timothy Garton Ash ha creído percibir «una asombrosa contradicción entre la arquitectura de Berlín y la retórica de Bonn». Sin embargo, la retórica está también cambiando con la búsqueda de la normalidad para Alemania. Probablemente, el nuevo Berlín llega tarde para ser la capital de Europa, aunque no para ser uno de sus centros esenciales, punto de referencia para Europa del Este.En todo caso, Alemania, pese a su tamaño, sigue siendo demasiado pequeña y necesita, como señalan altos funcionarios alemanes, a Europa para alcanzar una masa crítica. Pero ello no quita para recordar que la distancia de Bonn a Berlín es mayor que la de Bonn a París, y que la nueva capital está tan sólo a 65 kilómetros de Polonia. Si a ello sumamos que Alemania es el primer inversor en el Este, habrá que empezar a pensar qué nuevos hábitos y formas de ver el mundo irán asumiendo los miles de funcionarios estatales a medida que se muden de Bonn a Berlín y empiecen a pasear por esa avenida, Bajo los Tilos (Unter den Linden), que está recobrando su hermosura; especialmente si llega al poder una nueva generación, como la que representa el socialdemócrata Schröder, que no tiene ya vivencias de la Guerra Mundial.

En buena parte, de la influencia de estos funcionarios, y en general de la nueva visión desde Berlín, depende que Alemania caiga hacia un lado u otro y haga volcarse el conjunto entre las dos ideas de integración europea que hoy predominan: la de una Europa espacio -esencialmente mercado, tendencia que puede reforzarse con la ampliación de la UE- frente a una Europa potencia , que implica integración política . En estos momentos, la opinión pública europea está dividida entre estos dos conceptos. Y, con algunas excepciones, la línea divisoria -sobre todo medida por el apoyo de la pertenencia a la Unión, por la apreciación del beneficio que cada país saca de Europa y por el grado de deseo de una mayor velocidad en la integración europea- está básicamente entre la Europa romana y la Europa sajona y nórdica. O, por campos significativos, entre la Europa que paga y la Europa que recibe, en términos contables del presupuesto comunitario, una cuestión en la que entrará de nuevo hoy en el Consejo Europeo de Cardiff.

De momento, el actual Gobierno alemán propugna asegurar las instituciones antes que proceder a una ampliación para la que ya no tiene tanta prisa (¿2005, o incluso 2010?). Pero lo que, en cambio, se ha abierto camino en la mayoría gubernamental, agudizándose en los socialcristianos bávaros antes que en la oposición socialdemócrata, es la idea de que Alemania paga demasiado y debe ver disminuida esta aportación, aunque, siendo el país más grande y más rico, seguirá siendo el que más pague. Es la cara oculta de una muy costosa unificación de Alemania que no ha tenido, aún, el éxito buscado, y del euro, que obliga a los países a recortar sus déficit públicos.

Con un discurso bastante elaborado, la Administración alemana, como quedó claro en un reciente seminario en Berlín, no apunta sólo a los saldos financieros, sino también a un mejor «reparto de la carga» que tenga en cuenta, por ejemplo, que Alemania ha acogido a 300.000 refugiados de la antigua Yugoslavia. Alemania, pasada casi esa década desde que se abrió el muro y tras la unificación, busca también una cierta normalidad internacional, de la que debe ser parte, insisten, el derecho que reclama a tener y defender sus intereses nacionales como cualquier hijo de vecino en la UE.

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