Un lugar en la foto
El papel político que viene desempeñando el Gobierno español en la Unión Europea reaviva los viejos complejos que casi por obra de encantamiento se habían tenido por superados en los años ochenta. Desde la revolución liberal, el Estado ha vegetado en cierta actitud de aislamiento, sin política exterior, sin firmes vínculos con las potencias europeas, refugiado en una neutralidad que no era sino manifestación de una impotencia. Patéticamente orgullosos de una diferencia de carácter, recitando el cuento de una gloriosa edad de oro, felicísimos en la honesta pobretería, pero corroídos por dentro de un sentimiento de inferioridad: así nos hemos pasado dos siglos. Bastaba darse una vuelta por París para que a todos los enamorados del Madrid castizo se les cayeran los palos del sombrajo.Todo eso fue como agua pasada con la llegada al poder de la generación del 68. Reanudando la tradición del 14, aquellos jóvenes hicieron las maletas para salir a los caminos de Europa y ampliaron su espacio vital con largas estancias en Estados Unidos. Más europeos que los más fervientes europeístas, suplieron con grandes dosis de voluntad política lo que ni por presencia histórica, ni por potencia económica, ni por fuerza militar correspondía a España: un lugar no ya destacado, sino de liderazgo en la construcción europea. Símbolo que cerraba una época, el momento en que más bajo volaba el Gobierno socialista por el patio interior coincidió con el más fuerte impulso que fue capaz de imprimir a la Unión Europea en su marcha hacia la moneda única.
A la gente del 68 han sucedido al frente del Gobierno los herederos de una derecha tan titubeante y tardía en su deambular por Europa como José María Aznar para encontrar su sitio en la última foto de familia. Sin duda, España ha cumplido los criterios de convergencia de Maastricht: los habría cumplido de todos modos, como sus vecinos, con este Gobierno que se atribuye el mérito o con cualquier otro. Pero, con un banco europeo en ciernes y con la moneda única en perspectiva, la cuestión central en la Europa de este fin de milenio no será ya de índole económica, sino política. La cuestión central será adecuar el nivel de democracia al de integración económica en un momento en que la carrera para alcanzar la unión monetaria ha dejado sin resuello político a la Comisión.
El extraordinario invento que es la UE consiste en haber alcanzado un altísimo grado de integración económica y cultural a la vez que se fortalecían los Estados nacionales, lo que no habría sido posible si, como requisito de la unión monetaria, se hubiera planteado la creación de una especie de Estado federal con un Gobierno responsable ante un Parlamento elegido por sufragio universal. El resultado de ese singular proceso ha sido un espacio pluriestatal y multinacional muy integrado en lo económico, pero con un Parlamento carente de poder. De ahí la impresión de déficit democrático que afecta a sus instituciones, pero de ahí también que, alcanzada la unión monetaria, haya llegado el momento de un renovado impulso político. Abrir un debate sobre la elección del presidente de la Comisión y sobre las relaciones de ésta con los Gobiernos de los Estados y con el Parlamento de la Unión es una imperiosa exigencia de la renovación política que debe seguir a la unión monetaria. Nada es extraño, por tanto, que para después de la etapa Santer se haya lanzado la idea de la elección parlamentaria de un presidente que asegure el avance en la integración política de los europeos.
La altura de miras con que el actual presidente del Gobierno español ha afrontado este debate recuerda la refinada elegancia con que despachó la hipótesis de un viaje del Rey a Cuba. Y es para comprenderlo: en una Europa con Gran Bretaña, Francia y, tal vez, Alemania gobernadas por partidos socialistas y con una Comisión presidida por Felipe González, ¿cuánto tiempo necesitaría Aznar para encontrar su lugar en la foto?
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