Profesionales de la cultura
No hace falta meterse en berenjenales de antropología para señalar que entre las muchas acepciones del término cultura hay una que la define como artística, y que dentro de ésta existe una variante, acaso la que mayor número de actividades engloba, que consiste en ofrecer productos al mercado mediante circuitos de exhibición a los que los interesados pueden acceder mediante el pago del derecho de entrada en taquilla. Es en ese territorio donde los manufacturadores del producto -en general, los menos brillantes, aunque no siempre los de menor aceptación pública- se definen a sí mismos como profesionales, como profesionales de la cultura, ya se trate de actores o directores de cine o de teatro, de músicos o de quienes desarrollan cualquier otra actividad de carácter artístico que precisa para mostrarse de ese intercambio previo que es el desembolso del espectador en taquilla. Digamos, de pasada, que se trata de un intercambio desigual, ya que el espectador abona la cantidad requerida antes de ver el espectáculo y sin derecho a devolución en el caso, más frecuente de lo que parece, de quedar insatisfecho. Se trata, a lo que parece, de un criterio de profesionalidad cuyo rótulo pretende distanciarse con la mayor claridad posible del temido sambenito de amateurismo, estableciendo sobre el papel los límites de una frontera que no siempre resultan diáfanos a la hora de valorar los productos que se acogen a esa nomenclatura. Es cierto que ese afán de los artistas por ser reconocidos como profesionales, cuando en tiempos algo más combativos se conformaban con autodesignarse como trabajadores de la cultura, despierta más de una perplejidad, ya que resulta difícil imaginarse a Picasso o Billy Wilder, Samuel Beckett o Peter Brook en el momento preciso de autodefinirse como profesionales, tal como acostumbran hacer los buenos fontaneros o los encofradores de postín. Pero no lo es menos que ese apelativo parece sugerir una especie de autosuficiencia, sobre todo en lo que toca a la sintonía en el encuentro con su público, que está, sin embargo, bastante lejos de la realidad. Más puesto en razón sería observar que, al margen de rótulos más o menos autocomplacientes, la mayoría de los artistas de la cultura perderían toda ocasión de asomarse a los espectadores de no gozar de algunas facilidades a la hora de meter mano en los presupuestos públicos, con el concurso, ciertamente, de otros profesionales próximos en la gestión cultural. Ha sido precisamente la colusión de ambas ramas de profesionales la que ha hecho peligrar la aprobación por las Cortes del recién creado Instituto de Cinematografía, un proyecto necesario que ha encontrado en el azar de ser apoyado por el partido en el gobierno el pretexto para ser atacado por la oposición de izquierda, que ha desperdiciado así una magnífica ocasión de mostrar su desdén por el sectarismo político. Relegar la aprobación de este proyecto hasta las remotas fechas de creación de un hipotético Hollywood a la valenciana supone, entre otras cosas, un nivel de confusión impropio de los parlamentarios progresistas que va a contracorriente de las posiciones europeas más sensatas, ya que en ningún país de nuestro entorno se solapa el soporte a la producción audiovisual con la autonomía de competencias que requiere el buen funcionamiento de una filmoteca que cumpla con sus mútliples obligaciones como el cine, y su historia, mandan.
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