GAL
Yo, como ciudadano bienpensante que soy, doy por supuesto que el anterior Gobierno, en parte hoy en el banquillo, no se enteró para nada de las criminosas y chapuceras actuaciones de alguno de sus servicios -lo cual, ciertamente, no es hacerles ningún favor, por eso de la culpa in vigilando-. Y doy también por supuesto que en el bochornoso ajuste de cuentas al que ahora estamos asistiendo so capa de proceso nada tiene que ver el Gobierno actual ni el partido que le apoya -y eso tampoco es un elogio, porque el Gobierno, si bien tiene que respetar escrupulosamente la independencia de los jueces, es a través de sus ministerios competentes responsable del mantenimiento del orden jurídico y del orden público; la omisión es, en ocasiones, tan mala como la acción, especialmente si la segunda sigue a la primera-. Y es claro que doy por supuesto que los jueces encargados de hacer justicia van a ser conscientes de que ésta no es una idea abstracta, sino que se realiza en el seno de una historia concreta, sobredeterminada por otros acontecimientos y ciertamente cargada de afectividad.Pero, dicho todo esto, como ciudadano de un país de la zona templada del hemisferio norte que, más allá de las fanfarrias europáticas, considera las grandes democracias europeas, de las cuales no es paradigma el sistema político italiano, el modelo a seguir, me siento asombrado primero y alarmado después ante el espectáculo que, junto con el fútbol, parece polarizar la atención pública.
Nadie puede negar que el caso Marey, y lo que después puede seguirle, no ha llegado a los tribunales sin previos impulsos políticos, merced ciertamente a la cooperación de quienes son delincuentes convictos, ya de guante blanco, ya de guante negro, y que lo que en él se ventila sustancialmente es la incriminación y condena -aunque ésta fuera paliada en sus efectos prácticos por la prescripción- del Gobierno anterior. De un jefe militar ilustre al que debe mucho la democracia española. De la cúpula del Ministerio del Interior, algo que, con razón, impresionaba hace días al señor Mayor Oreja. A su través, del presidente del Gobierno anterior y, porque los Gobiernos pasan pero las instituciones permanecen, del propio Estado. Un Estado que, cualquiera que sean sus deficiencias, es el legítimo, y a un Gobierno que, lo hiciera bien o mal, fue democráticamente investido por los españoles durante 14 años y que cuando perdió las elecciones lo hizo apoyado por más de nueve millones de electores.
Se dice que la relevancia política del caso fue depurada en los comicios. Pero lo cierto es que el proceso tiene ya, y la condena tendría sin duda, una profunda incidencia política. La incidencia de la tajadura en la clase política, la opinión pública y la sociedad, que supone lo que, cualquiera que sean los sentimientos individuales de los gobernantes y de los jueces, se entenderá como una depuración: la depuración de los vencidos. Y la alternancia democrática tiene como condición indispensable que no existan depuraciones, porque los derrotados, cuando pierden el poder, deben sentirse representados por los triunfadores y, por eso, saberse seguros. Así se ha hecho desde 1977, pasando por 1982, y, por eso, rompiendo nuestra tradición de inestabilidad constitucional, hemos llegado a 1998 y por esa senda debiéramos seguir.
Se dice también que la catarsis que el proceso, e incluso la condena, produce es purificadora. Yo creo que es destructora. Y no sólo de los implicados, sino de la clase política toda, pues, frente a la lógica propia de otros sistemas, nada hay más peligroso en democracia para el propio prestigio que denigrar al antecesor. Y para las instituciones que se presentan como instrumento, ya de delito, ya de revancha. En todo lo que se refiere al problema vasco, sobra pasión y falta reflexión y diálogo antes que acción. En este caso, también.
La Razón de Estado, decía Ribadeneyra, no ha de ser Razón de Establo, sino razón de conservación, porque lo importante de la justicia no es que se haga, incluso si perece el mundo, sino que se haga lo necesario para que nadie perezca
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