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Tribuna
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El reo dócil

Antonio Muñoz Molina

Llaman a declarar como testigo a Luis Roldán y tarda un minuto larguísimo en aparecer en la puerta de la sala, precedido por un agente judicial, flanqueado por los dos guardias de paisano que lo han escoltado desde la prisión y que lo acompañan incluso cuando va a los lavabos. A diferencia de en las películas, en la Sala Segunda del Tribunal Supremo los testigos no llegan en el instante mismo en que se reclama su presencia. Luis Roldán muestra una palidez blanda, una actitud mansa y abstraída, una blancura carcelaria. Su calva no tiene el lustre bruñido de otras calvas esféricas, sino una cualidad como abollada o carnosa, que se acentúa porque resbala sobre ella la luz espléndida de los candelabros. Viste un traje holgado, de solapas anchas y doble fila de botones, un traje verde oscuro, de color de alga muerta.No llego a oir qué responde cuando el presidente le pregunta cuál es su profesión. Ha cruzado la sala como si entrara en misa, con una disposición de reverencia mansa, con las manos atrás, se inclina ante los magistrados como ante el altar mayor y se sienta dócilmente cuando se le dice que lo haga. Alguien que lo conoció en los tiempos del poder y la gloria me dice que está desconocido, que no se parece en nada, ni en la voz ni en los gestos, al hombre terminante y soberbio que dirigía hace más de diez años la Guardia Civil y estuvo a punto de ser nombrado ministro del Interior. Ahora contesta a todas las preguntas con una complacencia obediente, casi lánguida, con una voz sin inflexiones de voluntad o de recelo, como dejándose llevar, como se deja conducir y custodiar por los guardias que lo devolverán a la cárcel en cuanto termine su declaración y que dentro de unos días o de unas semanas volverán a llevarlo a otra sala de juicio, en Madrid o en Pamplona, porque la vida de este hombre que dirigió un ejército unánime de guardias civiles y que parece haber disfrutado sin remordimiento ni prudencia la ebriedad obscena del poder y del dinero es ahora una sucesión de cárceles y de juzgados, de acusaciones y declaraciones y requerimientos en los que se va dejando envolver con una blandura de fatalismo búdico, con una inercia resignada de preso.

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También él estuvo desvelado la noche del 4 de diciembre, desvelado y alerta, recibiendo llamadas a deshoras, marcando teléfonos que comunicaban, números secretos que según dice le permitían el acceso inmediato y directo no sólo a Rafael Vera, sino también a José Barrionuevo. En la noche de los teléfonos insomnes se dibuja ahora otro rastro de timbrazos: un hombre de aspecto magrebí ha aparecido en un puesto fronterizo solitario y oscuro diciendo que quiere hablar con su amigo Pepe, que es policía, y llevando consigo apuntados en un papel unos teléfonos de la Jefatura de Bilbao. Hace mucho frío y el puesto fronterizo ya está cerrado: un inspector llama al Jefe Superior de Policía de Pamplona, hablándole de ese magrebí como salido de ninguna parte que sugiere tener vínculos valiosos, recados urgentes y secretos. También el Jefe Superior de entonces, un hombre viejo y corpulento, ya jubilado, declara como testigo y añade un fragmento de la historia, el recuerdo de otra llamada: estaba en la cama cuando sonó el teléfono y eran los policías de la frontera, les dijo que volvieran a llamar al cabo de un rato, llamó a Roldán, delegado del gobierno en Navarra, y éste le dijo a su vez que esperara, que también él tenía que hacer consultas. El viejo comisario dice que le extrañó que Roldán contestara tan pronto, aunque era media noche, que no se mostrara enojado por la inoportunidad de la llamada. Recuerda que le dijo el nombre del magrebí: Talbi, Mohand Talbi. Roldán dice que llama a Rafael Vera y le cuenta la rara aparición de ese hombre en el puesto fronterizo y que Vera le ordena que no haga caso, que no se meta en nada, que se trata de una "operación de Bilbao". Sólo que hay una discordancia entre los recuerdos de Roldán y los del antiguo jefe superior de Pamplona: Roldán declara que Mohand Talbi dio el recado de que traía consigo a Segundo Marey. Pero Talbi llegó sin coche y solo al pequeño cobertizo de la frontera, han atestiguado los policías que lo vieron, tan sólo dijo que quería llamar a su amigo Pepe, y que un par de horas más tarde llegó José Amedo y el magrebí -o el moro, según dicen los agentes-, se fue con él en su coche, que se perdió enseguida en la oscuridad.

Cada nueva revelación trae consigo su dosis de incertidumbre y sospecha. Abúlico, manso, fatalista, Luis Roldán asegura que Rafael Vera estaba al tanto del secuestro de Marey y que Barrionuevo le confió más tarde su queja por la chapuza cometida. Hacia la mitad de su declaración hay un descanso, pero a él se le ordena permanecer en la sala, sin hablar con nadie. Visto de espaldas, en ese escenario solemne y desierto, frente a los sillones vacíos de los magistrados, parece el hombre más solo del mundo. Cuando se acaban las preguntas, los dos guardias de paisano se le acercan y Luis Roldán sale mansamente entre ellos, las manos cruzadas sobre el faldón de la chaqueta verde oscuro, como si lo llevaran esposado.

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