Negroponte
Dice Negroponte, palabra de guru contemporáneo, nombre de apocalípticas resonancias, que, en la era de Internet, el pequeño comercio está condenado a desaparecer, tragado por la Red cuando ya llevaba plomo en las alas por la feroz competencia de los hipermercados. Pronto ya no habrá quien se resista a la comodidad de adquirir cualquier producto a través de la pantalla del ordenador doméstico: compras a domicilio, sin intermediarios, una elección sencilla entre un catálogo global de mercancías, del alfiler al elefante, de una bolsa de frutos secos a un chalé adosado, todo está en la Red, al servicio de la elección digital, una simple presión del índice, un clic sobre la tecla correspondiente, y, unas horas después, el mensajero del correo privatizado llamará a nuestra puerta con el paquete solicitado.Las primeras en caer serán las librerías, augura Negroponte; en la pantalla está la Biblioteca de Babel, todos los libros, en todos los idiomas, con sus portadas y sus solapas, dispuestos a ser hojeados electrónicamente, virtualmente palpados por el lector a la busca de novedades editoriales. ¿Para qué desplazarse a través de las inseguras y atestadas calles de las ciudades si podemos procurarnos lo que deseamos a través de un método tan sencillo, higiénico, seguro y eficaz?
Adelantándose a su destino, muchos libros ya se ofrecen hoy en los estantes de las librerías, encerrados, forrados de plástico, herméticos, privando al lector fetichista del placer de acercar la nariz a su interior para aspirar las fragancias de la tinta y el papel, negándose a ser hojeados y manoseados por el cliente, libros vírgenes que sólo podrán ser desnudados y catados tras el pago correspondiente. El consumidor ha de fiarse de su instinto, tal vez de la falaz crítica literaria, o de la recomendación boca a boca, o del texto no menos engañoso de la contraportada, o del eslogan publicitario impreso en sus fajas. Hay que comprar a ciegas, sin poder echar una mínima ojeada al texto, sin calar en sus páginas para comprobar si el último premio, el best-seller anunciado, responde a las expectativas previstas o se trata de una nueva falacia del marketing que incorpora la juventud y la fotogenia como valores extrínsecos de la literatura.
El ojeador irredento, estremecido por los oscuros augurios de Negroponte, visita las grises casetas de la Cuesta de Moyano para sumergirse en el rancio y obsoleto paisaje táctil y olfativo de los libros de segunda mano y rescatar del olvido volúmenes usados, incluseros, desechados, libros apátridas que quizá gozaron hasta ayer mismo del éxito y de la fama, enfundados en deslumbrantes envoltorios, mimados por la crítica y el público, libros que yacen ahora en confusa promiscuidad con otros que fracasaron desde el primer momento, que no fueron olvidados porque ni siquiera fueron reconocidos en su paso fugaz por las librerías de primera mano.
Ya advertía el poeta Martínez Sarrión en uno de sus primeros libros de la inutilidad de conspirar en librerías de viejo, sombras de una batalla que según Negroponte está perdida de antemano en su mundo feliz y telemático. Pero el lector irrecuperable sigue apostando por las causas perdidas y guarda en su biblioteca un ejército de reserva, una legión de libros mercenarios que sirvieron a diversos señores antes de ser amontonados en los tenderetes o encerrados en las trastiendas. Sumido en negropónticas meditaciones, el lector itinerante se topa en una esquina anónima del barrio de Salamanca con una garita en la que monta guardia un fantasmal superviviente del pasado, un desvencijado y mínimo quiosco que ofrece a sus clientes un servicio de cambio de novelas. Como muestras del posible trueque, pegados al cristal, entre cajetillas de tabaco y cajas de golosinas, emergen las portadas, violentas, ingenuas y abigarradas de dos obras de género, firmadas por dos clásicos de la novela de quiosco, Marcial Lafuente Estefanía, el pistolero más rápido y prolífico del Oeste de La Mancha, y Keith Luger, implacable y no menos productivo exterminador de gánsteres de Chicago, Nueva York y California.
El lector nostálgico, pero también anclado en el presente, está tentado de acercarse al quiosco y proponerle al dueño del establecimiento una página web dedicada al cambio de novelas, un quiosco virtual en el piélago, en el negro ponto de la red amniótica de Internet.
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