Queremos la bomba
Lo asombroso no ha sido que India y Pakistán decidieran despedirse del siglo XX haciendo estallar cinco bombas atómicas el primero, y seis el segundo, de modo que nadie pueda hacerse ya ilusiones sobre la perspectiva de una humanidad reconciliada y en paz para el siglo que viene. Lo verdaderamente espeluznante ha sido la explosión atómica de entusiasmo popular con que en ambos países se ha recibido la noticia de que los gobiernos de Nueva Delhi e Islamabad forman parte ya, con Estados Unidos, Gran Bretaña, Rusia, Francia y China, de ese club superexclusivo de países en condiciones de provocar un cataclismo histórico de proporciones bíblicas.Tengo todavía en la retina las imágenes de esas multitudes de miserables ciudadanos de Karachi y Benarés, de Madrás y Lahore, danzando frenéticas de alegría bajo los fuegos de artificio o las descargas de fusilería con que en ambas naciones se ha celebrado el acontecimiento. Pero, atención, cuidado con atribuir semejante reacción únicamente a los pobres analfabetos que constituyen la inmensa mayoría de dichas sociedades. Quienes han tomado la decisión de invertir, a lo largo de años, astronómicos recursos para alcanzar esa meta en vez de emplearlos en combatir el hambre y la ignorancia que ahogan a sus países, y dado las órdenes pertinentes, son gentes educadas, que, como el primer ministro paquistaní Nawaz Sharif o el primer ministro indio Atal Behari Vajpayee, se expresan con tanta desenvoltura como los más leídos de sus colegas occidentales.
Anoche oí, durante diez minutos, en la televisión británica, al Alto Comisionado de Pakistán en Londres: un caballero elegantísimo, formado en Oxford o Cambridge a juzgar por su inglés y sus finas ironías, explicando que el arsenal nuclear de su país es puramente defensivo y que no amenaza a nadie, pues, en Pakistán, como en Gran Bretaña, los militares obedecen al gobierno civil, «que es un gobierno responsable». Al periodista que lo entrevistaba no se le ocurrió preguntarle si una prueba de esa responsabilidad era la política, practicada tanto por los gobiernos de Nawaz Sharif como por el de Benazir Bhutto (enemigos mortales entre sí), de armar y apoyar por todos los medios a los fanáticos talibanes que han implantado en Afganistán un régimen de terror y oscurantismo sin precedentes aún en una región tan rica en despotismo como la que ahora devastan.
La ONU ha condenado las pruebas nucleares en el subcontinente indio y las potencias occidentales han puesto el grito en el cielo, alertando al mundo del peligro que entraña para la supervivencia de la humanidad esta nueva carrera armamentista de cargas nucleares a la que podrían sumarse, pronto, además de Israel (que, al parecer, dispone ya del arma atómica), regímenes tan poco fiables como el de Corea del Norte, Irán e Irak. Pero con qué cara puede abrir la boca a este respecto un país como Francia, donde, como se recordará, el presidente Jacques Chirac inauguró su mandato en 1995 -en pleno deshielo mundial, cuando la Unión Soviética había dado los últimos estertores y la Unión Europea garantizaba a su país una fraternidad de largo plazo con todos sus vecinos- haciendo estallar bombas atómicas en el atolón de Mururoa, porque, por lo visto, esos hongos radiactivos eran indispensables para el honor nacional francés.
El arma atómica fue una desgraciada consecuencia del desarrollo científico y tecnológico y de las dos guerras mundiales, que precipitaron a las naciones afectadas en una enloquecida búsqueda de la superioridad militar. Fue una suerte para la humanidad que Hitler quedara rezagado en esta competencia, pues no hay la menor duda de que, de haber obtenido la carga nuclear, la hubiera usado para materializar su delirio racista y hegemónico. También lo fue que el Occidente democrático lograra un avance decisivo sobre la URSS en la carrera armamentista y que nadie, en Moscú o en Washington, en los años de la guerra fría, sucumbiera a la tentación del «ataque nuclear preventivo», que, antes de que se impusiera la alternativa de la disuasión, fue una de las teorías estratégicas que barajaron los estados mayores adversarios, pues, tampoco cabe la menor duda de que el resultado de ello hubiera sido la probable extinción de toda forma de vida civilizada en el planeta.
Las pruebas nucleares de India y Pakistán han puesto de manifiesto que esa hacatombe forma parte todavía, en contra de las ilusiones que el año 1989 hizo albergar, del horizonte histórico de la especie humana. La diferencia es que, si ella se produce, no ocurrirá a partir del centro desarrollado que representaban Estados Unidos y la Unión Soviética; vendrá de la periferia subdesarrollada y a través de reacciones en cadena, no como consecuencia de un conflicto único, sino de múltiples confrontaciones de índole religiosa o política de carácter regional que irán extendiéndose hasta degenerar en una contienda generalizada. Esto no es un ejercicio de imaginación terrorista: es la conclusión lógica de un análisis incluso somero de las reacciones que han provocado en el mundo las experiencias nucleares indias y paquistaníes.
En los países árabes, por voceros oficiales y comentarios de prensa, se ha destacado con indisimulado orgullo que Pakistán es el primer país islámico que se dota de armas nucleares: ¡el honor nacional, otra vez! Y desde los emiratos hasta Libia, pasando por el supuestamente sólido aliado del Occidente que es Arabia Saudita, se ha censurado con acritud la hipocresía y parcialidad de Estados Unidos y Europa, que amenazan con sanciones a la India y Pakistán por tener armas atómicas, a la vez que nadie se inmuta en esos países de que Israel también las tenga. En cuando a las sanciones que Estados Unidos amenaza imponer a los gobiernos de Islamabad y Nueva Delhi por infringir la cuarentena atómica, el espectáculo no ha podido ser más bochornoso. Preparémonos para una frase todavía más grotesca que la del supuesto «embargo» a la dictadura de Cuba, donde, como acaba de recordar Fidel Castro en Ginebra, con justificado sarcasmo, hay una verdadera «lluvia de inversiones capitalistas» -bendecidas por el Papa- que ridiculizan las pretensiones de Washington y aseguran la perennidad del régimen y la deci
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sión de su caudillo «de no hacer una sola concesión». No había acabado el presidente Clinton de anunciar las sanciones a la India, cuando ya la Unión Europea hacía saber que no era conveniente castigar a los pueblos por los desafueros de sus gobernantes. Y una miríada de comentaristas se hacía lenguas calculando las ventajas que, para la industria y el comercio europeos, abre esta oportunidad única de que los populosos mercados indio y pakistaní queden ahora prohibidos a las empresas estadounidenses. ¿Cuánto tardará el presidente de Galicia, Manuel Fraga, en aterrizar en Islamabad y en Nueva Delhi para hacer saber a esos países victimados por la arrogancia yanqui que el capitalismo gallego les tiende una mano solidaria?
La iniciativa de la India y Pakistán ha tenido lugar en un momento en que el desarme nuclear pactado entre las grandes potencias -y al que recientemente China había sido arrastrada a plegarse- parecía bien encaminado. Estados Unidos y Rusia, aunque a un ritmo muy lento, habían comenzado a desactivar sus arsenales nucleares. Esta esperanza ha sido pulverizada con las pruebas atómicas del subcontinente indio, que son un incentivo poderoso para que otros países sigan el mal ejemplo.
El arma nuclear es un monstruoso engendro que nos amenaza a todos los seres vivientes por igual y para saberlo basta averiguar las consecuencias que tuvieron las bombas (pequeñitas y casi benignas en comparación con las que luego enriquecieron los arsenales de las potencias atómicas) que aniquilaron Hiroshima y Nagasaki, o los estragos que causó el accidente de la planta nuclear de Chernobil, donde millares de personas han quedado afectadas por las radiaciones y una vasta región esterilizada por la contaminación. La existencia de una amenaza semejante para el género humano debería, por mero instinto vital, coaligar contra los insensatos gobiernos que, como los de India y Pakistán ahora, se arriesgan a provocar una tragedia inconmensurable, a una opinión resuelta que los obligara a dar marcha atrás. Que no ocurra así; que, por el contrario, ambos gobiernos sean ahora más fuertes y populares, demuestra que los estragos que el nacionalismo (el supuesto honor nacional) causa y causará no conocen fronteras -él se infiltra, como los gases deletéreos, por todas las culturas y religiones y envenena por igual a ricos y pobres, a cultos e iletrados-, y que lo que Flaubert llamaba «el partido de la imbecilidad» (le parti de la bêtise) seguirá siendo, aunque nunca se mencione, factor de primer orden en el desenvolvimiento de la historia. Y, acaso, el que le ponga punto final.
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