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Pobres pobres

Encima de todo lo que conllevan los pobres, los bienpensantes de los países ricos sistemáticamente quieren ayudarlos mediante redistribuciones forzadas, falsamente solidarias, y no proponen nunca lo que más permite a los pobres dejar de serlo: la libertad de comercio. En cambio, una idea que gana fuerza, y que Soledad Gallego-Díaz respalda en un interesante artículo (véase EL PAÍS del 19 de mayo), es condonar la deuda externa del Tercer Mundo.Quienes defienden estas transferencias de dinero, en vez de abrir los mercados a los pobres, en el fondo los menosprecian. Esta actitud es coherente con el mismo error en que incurren los intervencionistas acerca del cuidado de los pobres en los países ricos: aquí también se piensa que la solución estriba en más impuestos, más controles y más subsidios, y no en más libertad para facilitar el trabajo, el ahorro y la iniciativa empresarial.

No se debe tratar a los pobres como si fueran débiles mentales profundos, incapaces de salir adelante por sus propios medios, y ante los que sólo cabe el humanitarismo solidario. Todo lo que sabemos sobre la pobreza y la riqueza confirma que si se da a los pobres la oportunidad y los incentivos adecuados aplican con racionalidad sus recursos y así progresan.

Por cierto, usted, sí, usted que me está leyendo con paciencia, ¿cómo lo ha conseguido, cómo ha hecho para abrirse camino? Perdone que me meta en su vida, pero es que estoy cansado de oír hablar de ricos y pobres como si tal división fuera una inapelable decisión divina o en todo caso exógena. En realidad, todos los países ricos fueron en un momento pobres, y la mayoría de las personas ricas no nacieron ricas. Así, si usted ha prosperado, mucho o poco, es más que probable que se lo deba a su propio esfuerzo, a haber aplicado sus energías a un trabajo, profesión o actividad, que ha entrado usted en el mercado y allí ha obtenido lo mucho o poco que posee. ¿No es cierto? ¿Y por qué los pobres van a seguir un camino distinto?

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Ya, dirá usted, pero hay pobres y es inmoral no hacer nada por ellos. De acuerdo, pero mi tesis es que a la hora de pensar en cómo ayudarlos no olvidemos que los pobres son igualitos que usted y van a salir de pobres en la medida en que puedan trabajar con oportunidades y con incentivos adecuados, como lo ha hecho usted.

Y ahora hablemos del Gobierno. Hay poderosas razones para pensar que esas oportunidades y esos incentivos tienen mucho que ver con la política y las instituciones. No es casual que el grueso de los países pobres soporten no sólo Gobiernos que aplican políticas económicas ineficaces, sino regímenes dictatoriales y corruptos, donde lo que en España damos por supuesto -la libertad, la justicia, la paz- allí brilla por su ausencia. Soledad Gallego-Díaz lo reconoce, y por eso recomienda que los fondos liberados por la cancelación de la deuda se aparten de los Gobiernos y las entidades financieras internacionales y «se destinen a programas que mejoren la vida de los ciudadanos de los países deudores». De ahí que esto sea una variante del 0,7%, en la medida en que se trata de redistribuciones coactivas de dinero desde los contribuyentes hacia las ONG, que seguirían así siendo en realidad OMG, organizaciones muy gubernamentales, porque continuarían dependiendo fundamentalmente de la coacción del poder político sobre los recursos de los ciudadanos.

No soy un entusiasta del FMI, pero cumplió un papel a la hora de renegociar la deuda durante la última crisis, y acaso sin él se hubiesen interrumpido los flujos financieros hacia los países pobres. Además, como apunta la propia Gallego-Díaz, ha promovido ya algunas condonaciones. Tengamos cuidado con propuestas de magnas intervenciones ideales y pensemos en los problemas presentes y futuros de los países subdesarrollados, que suelen ser fuertes demandantes de fondos del exterior. ¿Cómo se van a organizar tras una condonación masiva?

Pero no tengo espacio hoy para analizar en detalle este problema. Lo único que deseo subrayar es que la deuda no es la causa de la pobreza de esos países, que es la gran cuestión a resolver. Para ello hay que presionar desde todos los frentes para que reine una mayor libertad política y económica. Y, en este punto, el cinismo prevaleciente en los países ricos es insuperable. Prevalece una potente alianza antiliberal de políticos, burócratas, religiosos, sindicalistas, empresarios, intelectuales, periodistas, ONG, que insisten en que la solución pasa por más intervención, por más incursiones del poder sobre la libertad y el dinero de los ciudadanos. ¿Abrir nuestros mercados a los pobres? ¡Eso nunca!

Es lamentable que las fuerzas llamadas progresistas integren esa confabulación. El viejo socialismo liberal, que desde el mismo Marx en adelante atacó el proteccionismo como una agresión a los trabajadores, y defendió, por cierto, su libre inmigración, ha sido reemplazado por un falso progresismo que quiere cerrar las fronteras a los pobres y a sus mercancías. Para colmo, se alega a veces que el proteccionismo tiene bases solidarias: se dice que los pobres no están preparados para la libertad económica, o que están dominados por las multinacionales, o que sólo se puede competir entre iguales, o incluso que el mercado libre sólo beneficia a los ricos. Son viles excusas y disparates: los pobres están perfectamente preparados para competir. Lo que necesitan es una oportunidad. Y eso es el mercado. Los pobres son personas como usted, que no han tenido las oportunidades que usted ha podido y sabido aprovechar para trabajar e intercambiar el fruto de su trabajo con los demás. Suponga que usted se especializa en una actividad y le plantean la siguiente opción: o bien la ejerce y paga o renegocia sus deudas, o bien le condonan sus deudas pero le prohíben ejercerla. Lo que a usted le conviene está claro. Y lo que les conviene a los pobres es lo mismo.

Carlos Rodríguez Braun es catedrático de Historia del Pensamiento Económico en la Universidad Complutense.

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