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Las estrellas

Siempre he admirado la paciente soledad con la que el mundo realiza su mecánica de misterios y rutinas más allá de la mirada humana. Los animales del bosque, esos actores que nos ofrecen la peripecia de sus instintos en algunos documentales televisivos, no se quedan sin papel cuando dejamos de mirarlos, siguen husmeando en las sombras, viviendo según los relojes de la luz, huyendo de la muerte o provocando una carnicería. La física y la química realizan en el anonimato la cadena interminable de sus trabajos, juegan en las profundidades del mar, en las selvas o en las calles desiertas, repitiendo sin espectadores las leyes del movimiento, de la energía, de la viscosidad, de la atracción o repulsión de los cuerpos. Todo sucede con una voluntad minuciosa, exacta, haciéndose y deshaciéndose, en espera de que una mirada construya el sentido de la realidad, interprete los signos, descubra los códigos de las fuerzas naturales, busque un camino y una representación para los sueños, haga útil la paciente mecánica del mundo. La ciencia y la poesía nacen de la misma mirada, son modos distintos de fundar el tiempo. En el Parque de las Ciencias están encerrados, como en un zoológico de sonetos creacionistas, los eclipses, la luz, la velocidad, el movimiento, las sombras, las atracciones y las repulsiones, las perspectivas, las bromas de la armonía y las certezas de la materia. También las estrellas. Al llegar el mes de junio, casi como un rito para recibir el verano, mi padre sacaba una manta a la terraza, se tendía en el suelo y observaba las estrellas, me explicaba durante horas sus nombres y los caminos secretos de su geometría. Había olvidado yo la claridad de los cielos nocturnos, la nitidez fascinadora del firmamento, quizás porque la vida urbana nos conduce poco a poco hacia otras representaciones del infinito, por debajo del humo y a un lado de esa lentitud pacífica que necesita el Universo. Pero las estrellas han seguido saliendo todas las noches, han cumplido con su rutina movediza, al margen de la mirada de los ciudadanos, y ahora pueden verse, bajo la claridad perpetua de un cielo artificial, en el Planetario del Parque de las Ciencias. Gracias a un curso coordinado por Juan Mata, la poesía y las estrellas han convivido estas semanas en Granada. Mientras la bóveda del Planetario encerraba los ciclos estelares de las noches y las estaciones, las voces de Pablo García Baena, José Manuel Caballero Bonald y Francisco Brines nos invitaron a mirar el firmamento, inyectaron las ilusiones y el temor de los ojos humanos en la rutinaria soledad del mundo. La poesía es todo aquello que cabe entre el ojo humano y las estrellas, una distancia incalculable, abierta, que asegura un lugar para cualquier secreto, para cualquier deseo de amplitud y libertad, para cualquier miedo o esperanza. Los poetas han mirado las estrellas en busca de una armonía inexistente en la realidad, una lectura abstracta capaz de pulir las asperezas de la tierra, pero a veces se han encontrado con el caos o con un infinito doloroso por inabarcable. En el Planetario, los poetas nos han recordado la última raíz humana de las ciencias y las letras, una hermandad inevitable, dos modos de fundar el tiempo.

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