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La finca de Teodoro Obiang

Está visto que no puede pasar mucho tiempo sin desayunarse con noticias procedentes de la República de Guinea Ecuatorial. Todas ellas, por desgracia, referentes a la infracción constante del respeto a los derechos humanos por parte de un dictador, Teodoro Obiang, que no admite la más mínima contradicción con sus deseos. No de otra forma podría perpetuarse en el poder, pues, como buen dictador, gran pánico le produce someterse al veredicto inapelable de las urnas en un proceso electoral limpio y en el que todos los candidatos contiendan con igualdad de oportunidades.Durante los últimos días, todos los medios de comunicación han dado cuenta de una pantomima de juicio que se ha desarrollado sin las mínimas garantías procesales para los desdichados que se han sentado en el banquillo de los acusados. No podrán, sin embargo, seguir informándonos, ante la decisión de Obiang de prohibir la presencia de periodistas españoles, como forma de «respetar» la libertad de expresión e información. Pero como ser dictador no necesariamente significa ser tonto, han desaparecido, afortunadamente, los cargos que existían contra españoles, permaneciendo intactos los que ya existían contra los guineanos, debido ello, sin duda alguna, a no irritar a las autoridades españolas, no perder la ayuda que nuestro país presta, y con la esperanza, tal vez, de no recibir presiones extranjeras ante la parodia de elecciones que contribuya a su más que asegurada victoria si las circunstancias siguen siendo las mismas. Es decir, a ver si la cosa cuela. Pues no, no cuela.

Nada menos que 15 penas se han impuesto por el llamado consejo de guerra, así como 24 años de prisión al líder del Movimiento para la Autodeterminación de la Isla de Bioko, Martín Puyé. Ello se llama «celo profesional», sí señor, celo que, sin embargo, no se extiende a la persecución de las torturas y mutilaciones de las que algunos de los procesados han sido objeto.

No está en mi ánimo inmiscuirme en la política interna de aquel país, lo que exclusivamente corresponde al pueblo guineano. Pero como fiscal que fui de Guinea, recién proclamada su independencia, y como fiscal que soy de un país constituido en Estado de derecho, no puedo hacer otra cosa que expresar mi repugnancia ante lo que está pasando, como repugnancia siento hacia cualquier dictador, sea cual sea su nacionalidad, sea blanco, negro o amarillo. Mas merece el tema otro tipo de reflexiones.

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El señor Obiang domina hoy un país que para él no es sino una finca particular. Aunque con recelos no fue mal recibido, pues libró a sus ciudadanos de un sanguinario monstruo -por cierto, tío suyo- llamado Francisco Macías. Tuvo en él, sin embargo, un buen profesor, un gran maestro, sin que sirva el decir que peor era su antecesor. Eso es lo que siempre quieren vendernos los que padeciendo el fascismo nunca le hicieron ascos, afirmando que Mussolini, por ejemplo, era mejor que Hitler, cuando la realidad es que uno y otro eran asesinos. Difícil sería, del mismo modo, distinguir entre Videla o Pinochet, de la misma manera que me siento incapaz de hacerlo entre Obiang o Macías. Debe ser cosa de familia el desear tener a todo un pueblo bajo su bota.

Recuerdo cómo en el mes de diciembre de 1968, siendo fiscal de Guinea, acudí al ministro del Interior para denunciar una serie de malos tratos, así como una serie de detenciones que se habían producido 20 días antes, lo que era público y notorio y sin que los detenidos fueran puestos a disposición judicial. Eran rivales políticos del todopoderoso Macías. No sería ello de mi incumbencia -lo de la rivalidad política- si no fuera por el hecho de tratarse de detenciones ilegales, lo que acontecía a los dos meses de proclamarse la independencia. Le advertí que, como fiscal, no estaba dispuesto a permitirlo. Eran las diez de la mañana. A las cinco de la tarde, me comunicó el embajador de España que Macías - magnánimo que fue- me concedía 72 horas para abandonar el país, tras declararme persona no grata que, dicho sea de paso, fue lo más grato que en aquellas circunstancias me pudo pasar. Ante la protesta del embajador, Macías le espetó: «¿No hace Franco en su país lo que le da la gana? Pue eso hago yo». Lo que después pasó, de todos es conocido. El monstruo detuvo a quien le era molesto, torturó, asesinó a mansalva y sometió a su pueblo a una humillación, oprobio, hambre y miseria de la que todavía no se ha liberado.

Éste ha sido el maestro y tío de don Teodoro Obiang. ¿Hay en verdad diferencias notables entre ellos, salvo matices insignificantes que el buen pueblo de Guinea es lógico que no puede percibir? Sinceramente creo que no, al menos, desde el punto de vista de quienes defendemos el Estado de derecho.

De otro lado, lo que sucede en Guinea, al menos en muchos aspectos, no es muy diferente a lo que sucede en otras partes de ese continente. Hora es ya de decir que las potencias occidentales tienen una gran parte de responsabilidad de cuanto en esos países acontece. No acudieron a ello de forma altruista para enseñarles su cultura y civilización, ni en una misión primordialmente espiritual. Fueron sencillamente a explotar sus riquezas naturales y, cuando al finalizar la Segunda Guerra Mundial, no tuvieron más remedio, los abandonaron dejándolos sumidos en el caos. No pareció importarles eso demasiado al quedar presentes sus grandes empresas y multinacionales obteniendo pingües beneficios de los que muy poco, o nada, se han beneficiado sus habitantes. Que desde entonces hayan proliferado los dictadores como las ratas, nada tiene de extraño.

Es verdad que no era España una gran potencia cuando arribó a las costas guineanas en 1843, y que su comportamiento y explotación de ese país, aunque existió, no fue tan lamentable como la de otros países, pero no es menos cierto que el proceso de la independencia no constituyó todo un ejemplo y lleno estuvo de errores lamentables, sin tener en cuenta las diferencias existentes entre sus habitantes -no más de 300.000- y que poco, por ejemplo, tenían que ver las costumbres, cultura y raza de los isleños con las de

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los habitantes del continente. No se les debió forzar a ello y los resultados están bien a la vista. Respondía eso a la mentalidad de una época, como lo refleja la siguiente anécdota que a continuación relato.

En efecto. Al regresar de Guinea, un fiscal me saludó muy afectuosamente y me felicitó por haber salido bien librado de «mi aventura en el Congo belga». Repuesto de mi sorpresa le indiqué que no venía del Congo, sino de Guinea. Impertérrito me contestó: «Es igual, todos son negros». Veamos si, al fin, los blancos europeos pueden hacer algo por los negros africanos.

Durante todos estos últimos años, España ha venido prestando ayuda de muchas clases a Guinea. El resultado no es precisamente satisfactorio. Deseo personalmente que se la siga prestando, e incluso que se incremente, para conseguir que salga de la situación en la que se encuentra. Aunque no sea más que por el hecho de haber estado presente en aquel lejano lugar del África negra durante 125 años y como forma de compensar los errores allí cometidos y poder contribuir a que de forma pacífica y civilizada puedan sus habitantes decidir su propio destino. Pero, como es lógico, siempre que se compruebe que la evolución sea en verdad democrática y sin la presencia de seres repugnantes que están contribuyendo a su destrucción y exterminio.

Leo que, en medio de tanta desgracia, Obiang posiblemente aprovechará que hoy es su cumpleaños para hacer uso del derecho de gracia. Más valdría que lo celebrara en el exilio, pero haga o no uso de ese derecho, nuestras organizaciones no gurbernamentales, fuerzas políticas y sindicales, Cortes Generales y el Gobierno de España deben poner todos los medios a su alcance para impedir lo que constituye una vergüenza para la humanidad y para que ello -un simulacro de proceso- no vuelva a repetirse en el único país de África donde se habla el castellano de forma oficial.

Diré por último que desearía volver a visitar Guinea después de casi 30 años y estrechar las manos de sus habitantes, gentes buenas, sencillas y pacíficas, que no merecen todo lo que están padeciendo. Es el deseo de un fiscal ingenuo que pretendió evitar injusticias en su país, creyendo que allí podía existir un Estado de derecho, cuando en España no lo había. Mientras ese momento llega, sigo considerándome persona no grata para sus dirigentes. Todos sus ciudadanos han de unirse en lo que debe ser una tarea común -derrocar al dictador- sin pensar que jamás lo conseguirán, porque si lo hacen alcanzarán el objetivo y «el jamás se convertirá en hoy mismo», como dijera Bertolt Brecht.

Juan José Martínez Zato es fiscal de sala del Tribunal Supremo y jefe de la inspección de la Fiscalía General del Estado.

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