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Este lado del más allá

¿A quién le pertenecen los muertos: a Dios o a la ciencia? ¿Son parte de este mundo o un fragmento del más allá? La noticia de que algunas escuderías automovilísticas de Francia y Alemania utilizan cadáveres de niños y de adultos para sus pruebas de seguridad ha vuelto a poner sobre la mesa estas viejas preguntas que han inspirado una larga tradición en el mundo de la literatura -desde Frankenstein de Mary Shelley hasta El ladrón de cadáveres de Robert Louis Stevenson-, el cine y la pintura: los famosos dibujos anatómicos de Leonardo da Vinci existen porque el autor de la Mona Lisa diseccionó con sus propias manos alrededor de treinta cuerpos para estudiar sus músculos y sus articulaciones, y hay muchos ejemplos contemporáneos que van de las polémicas fotografías de mujeres y hombres fallecidos hechas por Joel-Peter Witkin a los cuadros de Bruce Nauman inspirados en sus largas tardes pasadas en los tanatorios de California observando el trabajo de los forenses. Uno de los últimos escándalos ha sido la detención en Inglaterra de Anthony-Noel Kelly, un escultor que antes de dedicarse al arte era carnicero y que ahora está acusado de robar durante cuatro años cuerpos del Colegio Real de Cirujanos para utilizarlos como modelos de sus obras.El uso de muertos con fines científicos o artísticos puede, desde luego, levantar recelos en determinados ámbitos, por motivos religiosos o estéticos. Pero a un nivel más general da la impresión de que el alboroto creado por estos temas proviene más bien de una necesidad de esconder la muerte, de esa nueva cultura hecha de gestos mecánicos y palabras asépticas con que las sociedades modernas parecen intentar ocultar sus propios miedos, adoptando de esa forma una postura incongruente: muchas personas viven insensibilizadas ante el espectáculo macabro que los programas informativos proyectan cada día en sus televisores, ya sean las imágenes de otra matanza en Argelia o la brutal retransmisión en directo de una lapidación en Irán; pero, sin embargo, ponen el grito en el cielo ante una exposición como la del grupo mexicano SEMEFO -que ha recorrido algunas pequeñas galerías españolas-, compuesta por ropa de gente asesinada: una camisa de camarero con tres disparos sobre el corazón, la blusa color violeta de una niña donde se ve el corte de una puñalada... ¿Qué conclusión podemos sacar de todo esto? Tal vez la primera sea que el exceso de información no conciencia o vuelve más solidarios a los espectadores, sino que los insensibiliza: el sufrimiento y la violencia se han hecho familiares, se han convertido en una especie de música de fondo, parecen estar lejos, en un territorio vagamente irreal, al otro lado de la pantalla. Frente a una realidad anestesiada, la literatura y el arte dan la sensación de ser capaces de conseguir un impacto mayor: de algún modo, causan más escándalo -o, como mínimo, más ruido- Oliver Stone con su película de jóvenes salvajes Asesinos natos o Antonio Muñoz Molina con la historia sobre un violador y asesino de niñas de su novela Plenilunio que las noticias sobre sucesos similares que día a día aparecen en los periódicos. Por supuesto, habrá quien pensará que todo debe tener sus límites, y seguramente tendrá razón. Hace unas semanas vi en Nueva York la película Sick, en la que Kirby Dick filmó algunas de las extrañas performances del masoquista Bob Flanagan: colgarse y ser azotado, hacer que le cortaran la piel con un cuchillo, clavar sus miembros - todos sus miembros- en una tabla con cuidadosos martillazos y luego inundar la cámara de sangre al extraer los clavos. En las últimas escenas, Dick filmó la agonía y muerte de Flanagan en un hospital. La gente salía horrorizada del cine. Me pregunto si su impresión sería comparable a la que pudieron sentir quienes vieron La lección de anatomía del doctor Tulp, de Rembradt, en 1632. En cualquier caso, no sería justo despreciar la capacidad del arte para zarandear a unas sociedades que por momentos parecen anestesiadas, que no aparentan preocuparse más que por ofrecer una versión optimista de sí mismas según la cual conviene pasar la muerte o incluso la enfermedad a un segundo plano, considerarlo algo ajeno, algo inevitable sobre lo que no merece la pena pararse a pensar; unas sociedades que buscan sólo avanzar, sea como sea, sin detenerse nunca; que están dirigidas por personajes que recuerdan a Gary Cooper cuando le decía a sus tropas, en la película de Cecil B. DeMille Policía montada del Canadá: «Los que estén heridos en las piernas, que remen».

A veces, y sobre todo en estos tiempos dominados por el marketing y los intelectuales de usar y tirar, la literatura o el arte pueden servir para lo mismo que el Frankenstein que imaginó Mary Shelley, sólo que al revés: pueden servir para resucitar a los vivos. Aunque para eso sea necesario hacer experimentos tan estremecedores como los que hacen con los niños muertos los especialistas en accidentes de Peugeot y Renault.

Benjamín de Prado es escritor.

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