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Adiós, criterios; hola, pactos

Soledad Gallego-Díaz

A estas alturas no debe quedar un solo español que no sepa algo de los famosos criterios de convergencia, las condiciones económicas que fue necesario alcanzar para poder integrarse en la primera etapa de la moneda única europea. Gobierno, oposición, economistas y periódicos pasamos meses repitiendo la fórmula y explicando su contenido. El problema es que ya no sirven para nada. Ahora tenemos que olvidarnos de los criterios y empezar a pensar en el pacto: el Pacto de Estabilidad y Crecimiento, que entrará en vigor el 1 de julio.En los próximos meses -y años- no se va a hablar de otra cosa, así que quizá convenga irse de vacaciones con unos pequeños apuntes, para repasar. Entre otras razones, porque el pacto tendrá repercusiones en nuestra vida cotidiana, fundamentalmente a través del dinero que puede gastar el Estado (el cómo lo gasta depende también de quién esté en el poder).

La idea es la siguiente: los 11 países que se integrarán en el euro (entre ellos, España) se han comprometido a guardar una fuerte disciplina presupuestaria. Nadie podrá tener un déficit superior al 3% del PIB. El Tratado de Maastricht, negociado en 1991, no decía nada al respecto. La exigencia de imponer condiciones perpetuas fue planteada posteriormente por el ministro alemán de Finanzas, Theo Waigel, en 1995, y aprobada por la UE en Dublín en 1996. Entonces se llamaba, lisa y llanamente, Pacto de Estabilidad. La coletilla "y de Crecimiento" fue colocada por el Gobierno socialista francés en junio de 1997, en Amsterdam, aunque no quedó muy claro su significado.

Lo único que debemos tener claro es que el Gobierno español (cualquiera que sea su color político) no puede plantear, ni el Parlamento aprobar, ni en 1999 ni en teoría dentro de veinte años, Presupuestos Generales del Estado que supongan un endeudamiento superior a ese 3%. No puede, incluso en el caso de que se produzca una recesión y el PIB deje de crecer. A partir de ahora, el Gobierno presentará cada año, en Bruselas, un "programa de estabilidad", que incluirá objetivos en deuda y déficit que respeten el pacto, junto con las medidas previstas para alcanzarlos. Los expertos de la Comisión supervisarán los programas, y si no les parecen adecuados, avisarán al Consejo de Ministros de la UE para que "recomiende" medidas correctoras.

Para el caso en que algún Gobierno o Parlamento de un país euro crea que es dueño y señor para hacer lo que quiera con su presupuesto, el pacto tiene previsto un duro castigo. Tan duro que algunos creen que se parece al arma nuclear: no hará falta usarla porque su poder disuasorio será más que suficiente. (Los firmantes del pacto han aceptado que si no logran corregir el déficit excesivo en dos años se someterán a sanciones económicas que pueden llegar a significar el 0,5% de su PIB). La única posibilidad de evitar este brutal procedimiento (que obviamente pagan los ciudadanos) es que el infractor demuestre que atraviesa una crisis excepcional (caída anual del PIB real entre un 0,75 y un 2%). Algo así como demostrar que no hace falta que te bombardeen porque ya estás hecho papilla.

En la práctica, la mayoría de los expertos estima que ese 3% de déficit es una cifra razonable para garantizar unas finanzas públicas saneadas. Incluso creen que sería razonable mantenerlo algo por debajo para disfrutar de un cierto margen de maniobra en épocas malas. En cualquier caso, el pacto es el que es, el que figura escrito, blanco sobre negro, en el Tratado de Amsterdam, y no tendría sentido olvidarlo ni ponerlo en duda. Otra cosa -que merece atención y estar alerta- son los recientes intentos del sector europeo ultraliberal por "particularizar" este acuerdo e intentar endurecerlo. Son quienes proponen que el déficit estructural se aproxime a cero o que se ajuste periódicamente, por supuesto, siempre hacia abajo. Las primeras embestidas de Waigel en este sentido fueron frenadas, pero es casi seguro que se reproducirán a la vuelta del otoño.

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