A media altura
Todas las técnicas utilizadas en el arte de torear son consecuencia de las demandas del toro. Sus características, defectos y cualidades, cimientos sobre los que se basan las distintas formas y maneras de hacer ante ellos. Hace 30 años torear con la muleta un poco más alta de lo normal, a media altura, a los toros que, por defecto -cortos de cuello o altos de agujas-, no humillaban lo suficiente, era lo ortodoxo. Los que lograban hacerlo sin que se notara la habilidad se consideraban maestros. Lo eran.La práctica, en tiempos en que bajar el engaño era elemental para dominar el habitual genio de los toros, aumentaba el peligro de los lances. El torero quedaba más a merced de su oponente al no poder domeñarlo. La opción idónea era disfrazar el lance con visos artísticos, en lo que había excelentes especialistas. Esa norma circunstancial se ha convertido en imprescindible. Los que saben adaptarla a las condiciones de los bureles que ahora aparecen por los chiqueros, la mayoría renqueantes, son los que más faenas completan. La operación media altura, antes recurso práctico, es hoy base del arte torero.
Durante San Isidro se han presenciado prometedores inicios de faenas, fallidos a los seis u ocho muletazos. ¿Por qué?, porque el diestro, imbuido por la idea fija de que hay que bajar la mano, consumió en esos pases la corta ración de fuerza y casta del toro. Aplicar una técnica perjudicial, por muy clásica que fuere, no deja de ser una soberana estulticia. El arte del toreo no es rígido, inflexible. Se ajusta a las condiciones del elemento toro, quien, a la postre, impone las reglas del juego, aunque se salten a la torera una ortodoxia.
Hoy día, la mayoría de las dificultades presentadas por las reses de lidia son de origen veterinario: descaste, caídas, vacilaciones, soponcios, flojedad, etcétera. Acorde con ellas debe ser el sistema empleado. Torear a media altura, aunque no guste demasiado, es la única forma de sacarles partido estético a los generalmente baldados toros modernos.
La ortodoxia, fiel al dogma basado en la lidia o pelea con el toro para dominarlo, poderle y, si fuera posible, torearlo bellamente, se ha transformado. Lo ideal en las circunstancias actuales es dosificar las fuerzas del animal y mantenerlas hasta el final. Para ello, nada mejor que no obligarlo a humillar en exceso. De ahí el toreo a media altura.
De acuerdo que el toreo bello, emocionante y clásico es el que obliga al animal a seguir el engaño con el hocico a ras del suelo. Pero justo es reconocer que pertenece al pasado, que es una utopía. La agresividad de los animales no precisa tan contundente práctica. Por tanto, aunque no satisfaga a los aficionados, deben acostumbrarse a ello, si quieren proseguir en el apego por la fiesta.
Antaño, la emoción la generaban las violentas arrancadas de los toros en contraste con los intentos del matador por frenarlas, templarse con ellas y mandarlas, cuando podía. Hoy la produce la lentitud de las acciones, generada por la cansina acometida del toro, a la que también es meritorio adaptarse. Desde luego, no son comparables ambas emociones. La primera se agarra al resuello, la otra a ningún sitio. Si acaso a la resignación.
Si aceptamos que el mejor torero es el que torea -antes domina- mayor número de toros, nos encontramos con que pocos son capaces de semejante empresa. Esa cualidad lleva implícita la supremacía en el toreo que, por ahora, sólo logra Enrique Ponce, un maestro de la media altura. Por el contrario, hay otros, como José Tomás, que lo ejecutan bajo el concepto clasista integral. Muy centrado en la perpendicular del toro, se lo pasa ceñido, lo que imprime emoción. No tiene la asiduidad de la otra concepción, pero la supera en interés y emoción. Su defecto: requiere que el toro desarrolle bravura, fuerza y una pizca de fiereza. Algo casi imposible... Son lentejas...
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