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Tribuna:EL DEFENSOR DEL LECTOR
Tribuna
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¿Por qué Lleida y no London?

Entre los lectores de este periódico existen quienes cuestionan su decisión de establecer determinadas excepciones a favor de las lenguas españolas no castellanas -catalán, gallego y euskera o vascuence- para denominar poblaciones y accidentes geográficos de tipo local situados en las comunidades o zonas de implantación de tales lenguas. Pero también existen otros que, por el contrario, reclaman una mayor amplitud de esas excepciones. A esta última cuestión pretendió responder la columna ¿Por qué Lleida y no Ourense?, publicada en esta sección el 2 de febrero de 1997.A estas fechas no ha lugar ya para esa diferencia en la denominación de esas dos provincias y sus capitales. Como en el caso de Lleida y Girona, EL PAÍS ha adoptado la grafía no castellana, en este caso la gallega, para referirse a La Coruña y Orense. Ahora, la denominación en estas páginas de esas dos poblaciones es A Coruña y Ourense. ¿Por qué? Porque el Congreso de los Diputados decidió adoptar los nombres gallegos de esas provincias como su denominación oficial a instancias del Parlamento gallego. EL PAÍS se atiene al criterio institucional en lo referente a la denominación de las poblaciones españolas.

Pero hay lectores, y no parece que escasos, dado el goteo de cartas sobre esta cuestión, que no están de acuerdo con que un periódico como EL PAÍS, escrito en castellano como se proclama en su Libro de estilo, mantenga cualquier tipo de excepción respecto de las otras lenguas españolas. Hay que decir que estos lectores basan su desacuerdo en criterios lingüísticos y que se confiesan ajenos a cualquier aproximación nacionalista a la cuestión. Y ese criterio lingüístico les lleva a considerar contradictorio que se escriba Lleida por Lérida y no London por Londres, por ejemplo. «¿Por qué no se hace lo mismo con el inglés o el francés? No entiendo el doble rasero», manifiesta desde Santa Cruz de Tenerife José García-Valdecasas. Y esa idea de doble rasero o de supuesta contradicción también aparece en otros lectores. «¿Por qué Roma y no Rome, Londres y no London? ¿Cuál es la regla por la que es posible castellanizar topónimos lejanos a nuestras fronteras y no los propios y cercanos?», pregunta José Ramos Hernández, de Córdoba. Y desde Santander, Alberto Álvarez Sánchez opina: «En un diario escrito en castellano, todas las referencias a ciudades deben escribirse en ese idioma, pues de lo contrario habría de escribirse London o Aachen en vez de Londres y Aquisgrán, que son las palabras españolas». Del mismo parecer es Francisco González de Tena, de Madrid, para quien «es indudable que cuando redactamos un texto en castellano escribimos Londres y no London, y no se nos ocurre escribir München en lugar de Múnich».

Este lector introduce un concepto nuevo en el debate: el integrismo lingüístico. A su entender, «el transcribir, cuando el texto está redactado en castellano, Lleida por Lérida o A Coruña por La Coruña contribuye a deformar el idioma común de todos los españoles, al tiempo que constituye una forma de halago servil a una especie de integrismo lingüístico que nos ha invadido». De otro lado, y como argumento complementario, este lector piensa «que hace un mal servicio a nuestro vehículo lingüístico común, que es el castellano, que una normalización lingüística, que debe tener un ámbito territorial y humano muy concreto, sea recepcionada sin más en el resto del Estado que no habla esa lengua».

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Todos estos argumentos, en cuanto expresión de puntos de vista y pareceres hondamente sentidos, merecen atención y respeto. Son elementos valiosos en cualquier reflexión sobre este tema. Pero todos ellos parecen partir de un concepto en exceso abstracto del lenguaje, sin tener en cuenta que es el resultado al tiempo que el aglutinante de una cultura e historia determinadas e incluso de un concreto entorno físico. El catalán, el gallego y el euskera, como el castellano, forman parte y son producto de una realidad histórica, cultural, física e incluso política diferenciada pero común que se llama España. Son, pues, nuestras lenguas, algo que, evidentemente, no son ni el inglés ni siquiera el francés, más cercano por su origen románico al catalán, gallego y castellano. Ahora, este carácter tiene además rango constitucional, de modo que el catalán, el gallego y el euskera, como el castellano, son lenguas españolas; la última, «como oficial del Estado» (de ahí que pueda denominársele también, con toda propiedad, «español»), y las otras, «como oficiales en las respectivas comunidades autónomas de acuerdo con sus estatutos» (artículo 3 de la Constitución).

¿Por qué, entonces, Londres y no London, y sí Lleida y no Lérida, A Coruña y no La Coruña? Porque ése es el criterio institucional, que atiende seguramente al principio de denominar a esas poblaciones por su nombre originario en sus respectivas lenguas, que, junto al castellano, forman «la riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España», a la que la Constitución define como «un patrimonio cultural» merecedor de especial respeto y protección. Puede tener sentido castellanizar topónimos lejanos, de lenguas extrañas a nuestra historia, cultura y sistema constitucional, pero no lo tiene en el caso de topónimos propios y cercanos perfectamente denominados en las otras lenguas que se hablan en España, en contra de lo que parece apuntar uno de los lectores arriba citados. Como no lo tiene -¡eso también sería integrismo lingüístico!- que estas otras lenguas españolas pretendieran imponerse más allá de lo que les es propio y cercano. Este criterio institucional explica que EL PAÍS adoptara la regla de que los nombres de las poblaciones se escriban «según la grafía aceptada oficialmente por el correspondiente Gobierno autónomo, que no es siempre la castellana». De otro lado, EL PAÍS se define desde sus orígenes como un periódico de ámbito nacional -de hecho, es el medio informativo escrito más uniformemente implantado en España, según datos de la Oficina de Justificación de la Difusión (OJD)- y es lógico que los lugares más entrañables y próximos a muchos de sus lectores se escriban en sus páginas en la grafía autóctona oficial. A ello responde la norma de su Libro de estilo según la cual «los accidentes geográficos de tipo local se escribirán con la grafía autóctona». Los locales; no los que superen el ámbito de una comunidad -ríos, montañas, cordilleras, valles, etcétera- ni los que tengan una consideración geográfica general.

¿Constituye este proceder una forma de halago servil a ese integrismo lingüístico que señala uno de los lectores? En absoluto; se trata simplemente de respetar el plurilingüismo existente en España en un campo tan cercano al ciudadano como el de la toponimia. Pero para no caer en nada que se parezca a lo que señala ese lector, el Libro de estilo de EL PAÍS establece que «para los casos de suplementos o artículos en algunas de las lenguas oficiales de alguna de las comunidades autónomas españolas se respetará la toponimia oficial castellana y no se utilizará la de la lengua en cuestión cuando se citen topónimos del ámbito del habla castellana. Ejemplo, Zaragoza y no Saragossa (catalán), Mallorca y no Majorka (vascuence), Teruel y no Terol (catalán), Madrid y no Madril (vascuence)».

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