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Cultura de la solidaridad

El espectacular crecimiento de la economía financiera en los últimos 20 años, del que el «milagro» bolsístico es el indicador más significativo, se ha pagado a altísimo precio: la fractura social. A la desigualdad social, vieja como los hombres, le ha sucedido la sociedad dual, a la pobreza le ha nacido la exclusión, a los de arriba y a los de abajo de siempre les hemos agregado los incluidos y los excluidos de ahora. La característica de la nueva situación es que no admite grados: se puede ser más o menos pobre, pero o se está dentro o se está fuera. No es un problema de cantidad, sino de naturaleza. La relación de conflicto y por tanto de dependencia recíproca, propia de la pareja explotador / explotado, amo / esclavo, no cabe entre incluidos y excluidos, son ámbitos herméticos de intersección imposible. Y de ahí su condición intransitiva, el destino irreversible de la marginación que producen.Aceptar la imposibilidad de dar trabajo a todos y reivindicar simultáneamente el trabajo como instrumento de la integración social es consagrar la exclusión de más del 50% de la humanidad, legitimar su inexistencia. Ese porcentaje que hay que ajustar -guetos urbanos periféricos, sectores de la población ahogados en la miseria, grupos sociales con hándicaps insuperables, países del Tercer Mundo cuyos diferenciales negativos con los países desarrollados son cada día mayores-, pero que nadie discute y que en la UE rebasa los 60 millones de pobres, nos sitúa frente a una realidad irrebatible: la dualización de nuestras sociedades a escala nacional y mundial.

Lo que es incompatible con el modelo europeo de sociedad, que frente al modelo americano, con su individualismo radical, que sólo apunta al triunfo personal y que hace de la competencia la base del pregreso social, sitúa al individuo en el cogollo de la comunidad y los hace a ambos indisociables. Los tres parámetros esenciales del modelo europeo son: los derechos humanos, el pluralismo de las ideologías y los grupos y la economía social de mercado, que constituyen a la solidaridad en el eje central de nuestra convivencia. La solidaridad no es para los europeos un comportamiento generoso, sino una exigencia política, pues entre los derechos humanos figuran los derechos sociales y económicos, lo que nos obliga a asegurar a todos un igual acceso a los mismos. El reflujo del liberalismo radical está permitiendo que este marco se llene de contenidos: la Comisión Europea acaba de decidir que los terceros países que quieran beneficiarse de las ventajas de su política comercial tienen que respetar unos mínimos en su legislación laboral, y el último fin de semana en Valencia los comisarios Oreja y Flynn han apoyado el lanzamiento de un programa sobre Cultura de la solidaridad.

El Estado-providencia de los años sesenta y la sociedad del bienestar que le acompañaba estaban basados en el pleno empleo, y el modelo de la Seguridad Social, que era uno de sus ejes centrales, tenía como fundamento que cada cual pagase por y para sí mismo. El paro masivo y de larga duración, la precariedad y la exclusión hacen ese modelo inviable y empujan a cambiarlo por otro: el de la solidaridad en el que los que pueden tienen que pagar por todos.

La Cultura de la solidaridad aspira a devolver al excluido, sea persona o comunidad, su protagonismo, y para ello tiene que recrear los lazos que le anudan a su contexto social, los vínculos que le reinstalan en su medio comunitario. Y esa reinscripción es esencialmente obra de la cultura. Por ello, el modo más eficaz de luchar contra la exclusión, como lo prueban las numerosísimas acciones que están hoy en marcha en Europa, es la práctica cultural.

En Valencia, hace tres días, los representantes de las ciudades europeas y de las asociaciones de base, así como los actores culturales más comprometidos con la solidaridad por medio de la cultura, han fletado un hermoso programa de Cultura de la solidaridad.

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