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Ambición

Rosa Montero

Dice Cristina Almeida que no quiere presentarse de capitosta madrileña por ambición personal, sino para recuperar la ilusión de la izquierda; y dijo también Leguina, haciendo dúo, que naturalmente él, a estas alturas, no aspira al Ayuntamiento por ambición. Con lo cual quedan los dos muy primorosos, tan entregados ambos a la sublime causa de la felicidad de los votantes. Aunque tal vez alguien pueda pensar que creerse la representante de la ilusión de la izquierda es una ambición más disparatada que la de ser presidenta, o que desdeñar el Ayuntamiento con aire de ex virrey (a estas alturas), es más pretencioso que el honesto deseo de ser alcalde.En cualquier caso, esa actitud tan abnegada de instalarse en el cargo cual si fuera un cáliz amarguísimo es propia de la izquierda posfranquista; también Felipe González dijo en su momento que, al ser líder del PSOE, estaba sacrificando su libertad por nosotros, y yo en aquel tiempo remoto le creí (quizá incluso él llegó a creérselo), aunque ahora resulte a todas luces evidente, se sea partidario de González o no, que a ese hombre le gusta más el poder que una piruleta a un niño goloso. Cosa que, por otra parte, no tiene por qué ser necesariamente malo. De hecho, una de las cosas que me agradan de Borrell (a quien, por cierto, le vendría bien fijarse en Blair y renovar un poco sus ideas) es la serenidad con que admitió sus deseos de ser presidente. Borrell es un buen político que aspira a llegar a lo más alto en su carrera, y esto es lo natural. Lo que no es natural es vivir en la mixtificación y esconder tus propias aspiraciones en un confuso cuento de sacrificios. Porque si no se asumen las ambiciones legítimas, uno corre el riesgo de enfangarse en las ilegítimas. O a lo peor, y en pleno barullo mental, uno acaba hincándose en el corazón la chapa de «Yo también soy Barrionuevo».

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