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Tribuna
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Japón, en el tunel

Los autores analizan la crisis económica japonesa,la peor de los últimos 25 años, y valoran las medidas de revitalización adoptadas recientemente por Tokio

Hace escasas semanas, el presidente de la compañía Sony, Ohga Norio, declaró que la economía japonesa estaba al borde del colapso. Es más, ante la aparente impotencia del Gobierno para hacer frente a la situación, llegó a comparar al primer ministro Hashimoto nada menos que con Hervert Hoover, el presidente que llevó a Estados Unidos a la gran depresión de los años treinta. En efecto, la economía japonesa está atravesando su peor momento del último cuarto de siglo. Tras crecer una media del 3% en los años fiscales de 1995 y 1996 (que abarcan del 1 de abril al 31 de marzo del año siguiente), el producto interior bruto (PIB) del país disminuyó medio punto en el año fiscal de 1997.Las previsiones para el ejercicio en curso auguran una variación nula o incluso negativa, habida cuenta de la persistencia de los problemas financieros internos y de la incidencia en Japón de las dificultades que atraviesa el resto de Asia oriental. Dos características de la crisis merecen ser mencionadas.

En primer lugar, se trata de una recesión fuertemente deflacionaria, que a la caída de la producción suma un descenso considerable de los precios de bienes, acciones y suelo, al que se añade, además, la debilidad del yen, cuya cotización respecto del dólar está en su nivel más bajo desde 1991. La atonía del consumo interior ha conducido a una acumulación de existencias y, por tanto, a un descenso de la producción y a un recorte de precios. Las ventas al por menor continuaron paralizadas en marzo, mes en el que tanto la producción industrial como el índice de precios registraron un importante descenso.

La merma en los beneficios empresariales (-45% en el año fiscal de 1997) ha provocado, vía una menor inversión, un estancamiento de los salarios y, por vez primera, un incremento sustancial de la tasa de desempleo, que alcanzó 3,9% en marzo, un máximo histórico desde 1953. En suma, la economía japonesa está inmersa en un círculo vicioso: la escasa demanda interna hace caer la producción y los precios, pero, al desanimar la inversión, impide un aumento suficiente de los salarios reales y destruye puestos de trabajo, lo que deteriora aún más el consumo privado.

En segundo término, la crisis es grave, ciertamente, por sus implicaciones internas, pero sobre todo por sus posibles efectos a escala internacional. Las estimaciones más optimistas de crecimiento del PIB japonés para el año fiscal de 1998 rondan un escaso 0,6%, una cifra sustancialmente inferior al 1,9% previsto oficialmente por el Gobierno. La tasa de paro podría alcanzar 4,4% en marzo de 1999 y más de 5% un año después. La Bolsa, cuyo índice Nikkei está ahora en el entorno de los 15.500 puntos, podría bajar hasta 12.000 puntos o menos. La cotización del yen (actualmente, de unos 135 yenes por dólar) podría alcanzar las 145-150 unidades por dólar.

Todo ello hace prever una caída de las importaciones, un fuerte crecimiento de las exportaciones, una retracción de la inversión en el extranjero y, por tanto, mayores fricciones comerciales con Occidente y una situación aún más difícil en el resto de Asia oriental. Si el yen sigue depreciándose, no cabe descartar un impacto brutal sobre la ya maltrecha Corea del Sur, que compite con Japón en construcción naval, automóviles y componentes electrónicos, ni tampoco una devaluación del renminbi chino, lo que agravaría la crisis asiática.

La seriedad de la situación, amplificada por los riesgos internacionales que comporta, contrasta con la relativa pasividad del Gobierno japonés. A finales de marzo, el primer ministro Hashimoto anunció un nuevo plan de estímulo fiscal (el séptimo desde agosto de 1992) por una cuantía, sin precedentes, de 16 billones de yenes (123.000 millones de dólares, más del 3% del PIB).

En abril, el Gobierno señaló que, como parte de ese programa, pondrá en marcha una reducción de impuestos de 2 billones de yenes (15.400 millones de dólares) en el año fiscal de 1999, que se suma a un recorte similar para 1998, anunciado el pasado mes de diciembre. El programa fiscal del Gobierno, cuya puesta en marcha coincide, además, con el inicio del big bang financiero, ha sido recibido con escepticismo por empresarios y economistas en Japón y por el resto de los países del G-7. Por lo general, los analistas reclaman un recorte sustancial y permanente de los impuestos, al considerar insuficiente el estímulo en gasto público e inútil la escasa reducción impositiva anunciada hasta el momento. Dos argumentos son los empleados por los críticos.

Por una parte, los sucesivos programas convencionales de estímulo (entre agosto de 1992 y septiembre de 1995, los seis planes puestos en marcha sumaron nada menos que 65 billones de yenes, medio billón de dólares al cambio actual), basados igualmente en otorgar prioridad al gasto público, no sólo han fracasado en revitalizar la economía, sino que han agravado la delicada situación presupuestaria del país. Según el FMI, entre 1992 y 1997 (años naturales) la tasa anual media de crecimiento del PIB fue de apenas 1,3% en Japón, frente al 2,8% registrado en Estados Unidos. En 1997, Japón creció un escaso 0,9%, mucho menos que Estados Unidos (3,8%) y que la Unión Europea (2,6%). El déficit ha alcanzado niveles preocupantes (5% del PIB), lo que impulsó al Gobierno, temeroso ante el rápido envejecimiento demográfico del país, a adoptar en 1997 medidas para su contención a medio plazo, mediante una Ley de Reforma Fiscal Estructural.

La deuda pública podría alcanzar, con arreglo a algunas estimaciones, nada menos que el 150% del PIB, de manera que una quinta parte del gasto público debe destinarse cada año a su reembolso. Por tal razón, y también por el dualismo imperante en la economía, se habla incluso de que el Japón de finales de los años noventa se parece a la Italia de los últimos ochenta. El segundo argumento apela al hecho de que los impuestos que gravan la renta personal y de las sociedades son más altos en Japón que en otros países desarrollados. El tipo máximo del primero es del 65% y el tipo medio del segundo es del 46%.

Tal situación, dicen algunos empresarios, provoca fuga de cerebros al fomentar el traslado de muchos profesionales hacia, por ejemplo, Silicon Valley, y desanima a la inversión extranjera en Japón. De acuerdo con ese razonamiento, las obras públicas tienen sólo efectos temporales y son insuficientes para promover el estímulo y el cambio estructural que necesita la economía, que pierde no sólo fuelle, sino también competitividad internacional. Con arreglo al último ránking de competitividad mundial elaborado por el IMD (Suiza), Japón ha descendido estrepitosamente del puesto 9 en 1997 al 18 en 1998. La respuesta de las autoridades japonesas consiste en afirmar que el aumento del desempleo, el lento crecimiento de los salarios y la preocupación sobre el futuro de las pensiones pueden hacer que incluso una fuerte reducción de impuestos directos no se traslade íntegramente al consumo, sino que se ahorre. Además, el Gobierno de Hashimoto señala que el plan de estímulo aprobado en septiembre de 1995, por valor de 14 billones de yenes, consiguió un crecimiento del 3,6% de la economía en el año fiscal de 1996.

Por el momento, las autoridades confían en que las medidas previstas contribuyan en al menos un punto del PIB a la expansión de la economía, que crecería 0,6% en el año fiscal en curso, en lugar del 0,4% en ausencia de estímulo. Con todo, ante el clamor general, no cabe descartar que Hashimoto acabe aceptando los criterios de sus críticos y promueva un recorte impositivo de mayor alcance y duración tras las elecciones parciales a la Cámara alta que se celebrarán el próximo mes de julio.

Para tal fin, será necesario introducir una cláusula de flexibilidad a las restricciones legales que se impuso el Gobierno en 1997 en lo que atañe a las cuentas públicas y que le obligan a alcanzar un déficit del 3% del PIB de aquí a cinco años, plazo que seguramente se ampliará a partir de ahora.

Además, las autoridades monetarias no renuncian, si la situación se agrava aún más, a recortar el ya pequeño tipo de descuento del banco central (apenas 0,5% desde 1995) hasta generar, si fuese necesario, unos tipos reales de interés aún más negativos. La polémica está, pues, servida.

También subsiste la incógnita sobre los efectos del big bang, esto es, de lo que hasta ahora parece una tímida y tardía liberalización externa y desregulación interna en el sector financiero. Lo único evidente es que, si el Gobierno japonés fracasa en revitalizar la economía, el impacto global de la recesión japonesa podría hacerse más serio, agravando los efectos deflacionarios de la crisis asiática.

es coordinador del área de estudios asiáticos, y Beatriz Pont es responsable de estudios japoneses, ambos en el Instituto Complutense de Estudios Internacionales (ICEI).

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