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El imaginario constituyente

JAVIER UGARTE Resulta un tópico decir que un político a secas se diferencia del estadista en que, mientras el primero piensa en las siguientes elecciones, el estadista lo hace en la siguiente generación, piensa a largo plazo sin las premuras del huidizo voto. Hoy, atrapados en la trampa protonazi de ETA, cegados por la polémica exasperante, envilecida la vida política, vivimos un estado, si no real, sí percibido como constituyente. Son las propias bases de convivencia las que se vienen poniendo a debate (validez del Estatuto, reforma constituyente) tan solo por la tenaza que sobre la ciudadanía impone la violencia. En esa situación necesitamos estadistas, líderes capaces de pensar a largo plazo y asentar un estado de ánimo serenamente democrático. Lo ideal para ello sería sacar el asunto ETA del escenario de la política (la política sobre ETA es aquella que no se hace); tratar a ese grupo como un fenómeno criminal (como banda que es, con los contactos precisos, reprimiendo al delincuente y sólo a éste, respetando sus derechos de detenido, etc.); hacerlo -es un suponer- al modo en que EE UU trató el fenómeno Ku-Klux-Klan, un grupo con verdadero arraigo popular en lugares como Virginia. Pero eso, hoy por hoy, con el PNV desnortado, es imposible. Mientras llega -que llegará-, sí cabe, sin embargo, hacer cosas por disipar el estado de vulnerabilidad en que nos hallamos y asentar una verdadera cultura democrática. Y hacerlo no contra quienes aspiran a tiranizarnos desde su totalitarismo, sino por ahondar en las formas democráticas. Uno de los graves problemas de nuestra democracia es una cierta carencia de crédito ante la ciudadanía: una fundada desconfianza sobre prácticas heredadas del viejo régimen (no se olvide que las fuerzas de seguridad no fueron depuradas) y una visión estrecha sobre las posibilidades de resolución de conflictos que el régimen constitucional contiene. Sobre esta desconfianza -entre otras, claro- se asienta una parte del apoyo social que recibe HB y que, por cierto, no delinque por su independentismo, y a la que convendría integrar en el marco de la política. Estos días se abren varios frentes en los que cabe romper con esa desconfianza, mostrar la superioridad moral y práctica de la democracia. Y cabe hacerlo no como concesión a ETA, sino como política activa del Estado de Derecho, como grandes actos de pedagogía política. El viejo tema de los presos requiere una solución urgente que pasa por un tratamiento despolitizado de su situación. También el asunto GAL, cuyo proceso se abre al fin. Es tiempo de apoyar sin paliativos a los tribunales para que depuren responsablilidades hasta el final. Pero me interesa destacar el sugestivo proceso que se abre para Treviño a partir de la pasada consulta y la iniciativa presentada ante el Senado por los socialistas, que es recogida por la Diputación alavesa (ver EL PAÍS de los días 19 y 20). De entrada, se trata de un tema no encanallado ni planteado en términos dramáticos. Cabe el sosiego, la ponderación; cabe aplicar la razón. Se respeta y reconoce el derecho autodeterminativo individual a partir del cual se forman las voluntades colectivas (la última palabra la tendrían los empadronados en el lugar). No hay, pues, un derecho esencial asociado a la "tierra" (Treviño) o a un pueblo (el treviñés) más allá de una agrupación de territorios. Y si ese proceso se culminara -en cualquier dirección- con orden y satisfactoriamente, mostraría ante la ciudadanía hasta qué punto el ordenamiento jurídico es flexible para la solución de conflictos territoriales. En el País Vasco no se plantea hoy algo así: si cerca del 50% se siente más vasco que español y el 22% independentista, solo el 4% le preocupa variar el actual estatus político. Pero sí se requiere visualizar las virtudes del actual ordenamiento. Confiemos que quienes piloten el proceso de Treviño tengan espíritu de estadista.

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