Botánica melancólica
El parque de la Fuente del Berro forma una pequeña península, una excrecencia urbana que va siendo lenta pero implacablemente erosionada por el caudal horrísono de la M-30 y sus afluentes. El parque de la Fuente del Berro es un exótico remanso de mansedumbre y quietud frente a la violencia y el estrépito circundantes, bucólico ribazo marginado que, fiel a su tradición romántica, se ennoblece en el abandono y se crece en la desidia.Los estragos de la agresión, de las múltiples agresiones que sufren sus jardines, se aprecian a simple vista; las murallas (pantallas) acústicas levantadas hace unos años para amortiguar el estruendo del tráfico son más simbólicas que prácticas; la marabunta, por muchas sordinas que le pongan, sigue devastando el paisaje, con menos decibelios, pero con los mismos efectos contaminantes; el desierto avanza del otro lado de los púdicos muros; en la periferia del parque, junto a la autopista, crecen las calvas y retroceden los parterres, la vegetación languidece, el agua no corre por las caceras, los estanques están secos, y la efigie blanqueada de un barbado fauno, guardián de una fuente cegada, soporta con pétrea resignación los burdos tatuajes que le infligen con sus rotuladores los niños que le han perdido el respeto, porque saben que ya no pinta nada.
En estas explanadas devastadas juegan al fútbol los alumnos de un colegio de pago y uniforme. La uniformidad de los dos bandos no supone un problema para los jugadores, que saben reconocer a sus rivales. La falda tableada no es tampoco un obstáculo para la única participante femenina, que, por sus gritos y recomendaciones, parece haberse erigido como capitana de su equipo.
El dardo aguzado del Pirulí emerge entre las frondas como un recordatorio de presuntos paraísos virtuales que ignoran, al menos de momento, los visitantes del parque. Pedagógicos carteles a pie de árbol señalan una senda botánica que transcurre a la sombra de magníficos ejemplares, castizos y raros madroños, misteriosos tejos, garridos magnolios, sauces, cedros poderosos, aligustres, laureles y exóticas especies.
La zona mejor preservada del parque está en la meseta que corona la colina, junto a la entrada principal, donde se halla, arrinconado y mudo, el caño de la emblemática fuente del Berro, cuyas excelencias cantaban las aguadoras madrileñas junto a la cercana plaza de toros y en otros puntos estratégicos de la villa. "Fresquita... de la fuente del Berro", el cronista recuerda de su lejana infancia este estribillo pregonado a las puertas de los jardines de Sabatini por respetables matronas de impoluto delantal, sentadas junto a sus panzudos botijos.
El parque de la Fuente del Berro conserva la traza de lo que fue, jardín privado que se hizo público para ornato y recreo de los madrileños que supieron apreciar el regalo. En su enjundioso libro La fama de Madrid, don Bonifacio Gil García cuenta que las parejas de enamorados solían acudir el día de San Isidro a este parque "por preferir la abundancia de arbolado y quietud de ambiente a la bullanga de la pradera del santo patrono". El autor cita al respecto una seguidilla recopilada por otro ilustre y prolífico cronista de la Villa, don Federico Carlos Sainz de Robles, que dice así: "Por abril y por mayo/ el amor viene/ ¡Fiesta de San Isidro!/ ¡Di que me quieres...!/ Y la fuente del Berro/ sabrá mi suerte".
Perra suerte la de este parque adosado a una esquina de la ciudad, junto a una colonia de vetustos y restaurados chalés que se ciernen sobre él. El patio de una guardería colindante presta su bullicio al reposado entorno. Pasean mustios y cabizbajos los pavos reales supervivientes, y en sus estanques acotados y sucios chapotean, algo alicaídos, los patos. Ajenos al desaguisado, gorriones, mirlos, palomas y grajillas corretean y picotean en las praderas, devorando las migajas que dejan los humanos como señal de su paso.
Trotan inmutables los atletas urbanos por los senderos del parque, esquivando con habilidad, fruto de la experiencia, los excrementos caninos como si fueran minas antipersonales. Parejas ensimismadas, lectores de diarios, incluso de libros, embebidos en sus letras, jubilados contemplativos y madres recientes y absortas en los cochecitos que albergan los frutos predilectos de sus vientres ocupan los bancos, diseminados a lo largo y ancho de estos jardines que no renuncian a su melancolía en plena primavera.
La merecida aureola romántica del enclave ha servido como excusa para ubicar en él ciertos monumentos supuestamente ad hoc. La vegetación vela con su piadoso manto los horrores escultóricamente perpetrados como presunto homenaje a Gustavo Adolfo Bécquer. El rostro alucinado del poeta refleja el espanto que le produce la compañía de los alegóricos fantasmones que le rodean. El monumento a Alejandro Pushkin, regalo envenado de la Unión Soviética en sus últimos años, parece más caricatura que tributo, aunque goza de una ubicación preferente a las puertas de la coqueta quinta, un palacete municipalizado y algo desconchado en cuyo entorno fue creado el parque.
Junto a la estatua del sufrido Pushkin, un grupo de cineastas, guión en mano, busca localizaciones, y en un parterre cercano, una diseñadora de moda en ciernes y con ortodoncia retrata un modelo premamá de su creación que luce una compañera de estudios. Unos metros más allá, un hombre con el torso desnudo se ejercita en los pausados y armoniosos movimientos del milenario tai-chi. El parque está vivo y habitado, cobijado bajo las copas seculares de sus majestuosos e impertérritos árboles tutelares, protegido por el cariño de sus usuarios habituales, recinto mil veces profanado pero nunca rendido.
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