El idioma mixto
PEDRO UGARTE Ignoro si el mestizaje cultural tendrá que ver con la corrupción lingüística, pero mucha gente parece entenderlo así. Hay que ensuciar el idioma recurriendo a los torpes conocimientos que se tengan de cualquier otro, generalmente el inglés. Se extiende un prestigio tonto a la hora de pronunciar los nombres extranjeros, por más que éstos tengan su certera ortología en castellano. Y los medios de comunicación nos acostumbran a ese lenguaje inficionado, y casi nos resignan a él. El descubrimiento de cómo pronuncian los anglosajones su variada toponimia alcanza para algunos neófitos el rango de verdadera revelación paulina. Ya nadie llama Miami a la capital de Florida, como si hacerlo fuera una demostración no ya de ignorancia, sino de profunda incompetencia. La norma ratonera exige decir Maiami. Y es aquí cuando surge el desafío: siempre hay que mostrar un punto de sofisticación por encima del común de los mortales. Así, los seres más avanzados del planeta no dicen Maiami. Aunque comuniquen desde Zamora, se saben versados en la modernidad, y prolongan el engendro: Maiaami, con un toque latino-americano, julio-eclesial o rigurosamente wasp, quién sabe. El último descubrimiento ha sido el de Georgia, Estado sudista de evocaciones cinematográficas, literarias. Tanto jejeo mesetario no parecía suficientemente contemporáneo, de modo que todo el mundo ha empezado a decir Yeoryia. Vana ilusión de iletrados primerizos. Los auténticamente versados en geografía americana no se arredran: Yooyia, dicen los mejores. Y algunos, en su esfuerzo evocador de la obtusa pronunciación de los Estados, contraen sin piedad y dan en Chocha, que debe de parecerles mirífico pero que, ahora que lo he escrito, inspira por razones obvias cierto pudor. La nueva nómina autonómica ha supuesto también en el Estado el traspaso al castellano de grafías y pronunciaciones vernáculas, una costumbre insensata que en realidad no demuestra mayor afección a los colores autonómicos. Es absurdo decir Lleida donde siempre fue Lérida, como sería absurdo insistir en esto último hablando o escribiendo en catalán. Uno aceptaría la grafía original en el ámbito restringido de la cooficialidad. Es perdonable, me parece, decir Bizkaia o Girona, aún hablando o escribiendo en castellano, tratándose de un texto o de un mensaje de estricta difusión en el ámbito vasco o catalán. Pero cualquier comunicación vagamente general exige someterse a la regla del idioma, orillar euforias patrióticas y evitar a las sólidas letras castellanas el peso gratuito de segundos o terceros fonemas. De momento, Bizkaia o Vizcaya, Gerona o Girona son asunto de banderías, de estricta ideología personal. Escribiendo País Vasco, Euskadi, Euzkadi o Euskal Herria, a uno se le ve el plumero (vagamente podríamos emparentar esas denominaciones con PP, PSE, PNV y HB, respectivamente; por no hablar de Vascongadas, propio de fachas recalcitrantes). Todo esto no deja de inspirar cierta tristeza. ¿Qué futuro puede esperarse de un país en el que ni siquiera hay acuerdo para saber cómo se llama? Pero, como todo esto es otra historia, quedémonos con los anglosajones y su irresistible prestigio cultural, al que se apuntan sin reparos los periodistas radiofónicos, las empleadas de peluquería, los consultores financieros y la juventud del skate-board. Si pende de un hilo su reputación profesional, si habla por los micrófonos o asiste a alguna reunión de ejecutivos, si entiende que una sola palabra puede comprometer el futuro de sus negocios o de su prestigo personal, por favor, no se la juegue, pronuncien Yooyia con pasión. Ello certificará, en Santutxu o en Elgoibar, en Nanclares de Oca o en Markina-Xemein, su juvenil estancia en alguna universidad americana, donde sin duda ambos tuvimos la oportunidad de conocernos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.