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51º FESTIVAL DE CANNES

Saura consigue fascinación a ritmo de "Tango" pese a la endeblez de la percha argumental

Isabelle Huppert da otro de sus cautivadores recitales interpretativos

Isabelle Huppert es menuda, llena de pálidas pecas que aumentan su palidez, con grandes ojos color agua que dejan entrever que tras ella se mueve una escurridiza y burlona inteligencia oscura. La máscara de esta genial actriz nos dio ayer en La escuela de la carne su 53º recital interpretativo y, como casi siempre, ella está por encima de la película. Bailamos ayer aquí al son de la eminente actriz francesa y de los ritmos porteños que llenan el Tango que han hecho Carlos Saura y Vittorio Storaro. La percha argumental sobre la que se balancea la fascinante galería de milongas y tangazos es endeble, pero afortunadamente se olvida pronto y desaparece.

El director de La escuela de la carne es Benoit Jacquot, que tiene las ideas más claras que los hechos, desequilibrio frecuente en el cine francés actual, en el que abundan películas perfectamente calculadas en laboratorios mentales que luego, en la pantalla, se desvían a un desencuentro entre lo que pretenden y lo que consiguen. Jacquot tiene mayor estatura intelectual que artística, pero pese a ello la película funciona, porque su eje es una verdadera artista, Isabelle Huppert, que construye con convicción y comodidad un personaje en el que se encuentra a gusto y galvaniza el lado inerte del relato.

Enigmas del sexo

Hay bajo La escuela de la carne el sólido soporte de una novela del japonés Yukio Mishima. Jacquot lo explica así de bien: «La película indaga en el enigma de que no hay nada más extraño, al tiempo que más cercano, que la intimidad amorosa sexual. No está hecha con ecuaciones sentimentales, sino que intenta evitar todo sentimentalismo. Los personajes tienen una herida cicatrizada que se vuelve a abrir sin cesar, porque están vivos. No son libertinos conscientes, sino ciegos voluntarios. Viven una relación amorosa y descubren en ella que lo que más les une, el sexo, es lo que más les separa, porque aprender a amarse lleva mucho tiempo, pero desaprenderlo ocurre a toda velocidad. De ahí la verdad de la propuesta de Mishima, de una escuela de la carne».La precisión conceptual del cineasta no está nunca de forma tan nítida en la pantalla, salvo cuando es Isabelle Huppert quien materializa, quien realiza, quien da carne a sus ideas. El filme es ante todo una creación de la actriz y el director es un testigo con la mente clarísima y la mirada no tan clara. Cuando Isabelle Huppert sale de campo, la imagen se vuelve opaca; pero cuando retorna al encuadre, éste vuelve a sugerir y, en los instantes tensos, a conmover.

Por eso, leer tras su título «un filme de Benoit Jacquot» referido a lo que en realidad es una película primordialmente obra de Isabelle Huppert, movería a risa si tuviera gracia. Pero no tiene gracia alguna este intruso acaparamiento de autoría por el director -que el otro día desmontó uno de los pocos auténticos directores autores que existen, Lars von Trier-, que embadurna con una añagaza comercial, la mitología consumista de la firma, la singularidad del proceso colectivo creador de ficciones cinematográficas, en las que todo converge sobre el intérprete.

Otro tanto, por razones distintas, ocurre en Tango. Carlos Saura, eminente hombre de imagen, es un escritor deficiente y no conozco a nadie que no piense lo mismo. Pero no obstante ha escrito una elementalísima percha argumental, muy mal dialogada, para enlazar los bellísimos tangos que desarrolla visualmente con auténtico primor. ¿Es que no hay en Argentina un escritor de raza que lo habría hecho mucho mejor que él y así se hubiera multiplicado la precisión y la eficacia de la película? La pregunta se contesta por sí sola.

Por suerte, la complejidad, la fuerza y la finura que reina en las escenas danzadas, unas en ritmo porteño arrabalero tradicional y otras en hermosas estilizaciones, algunas de gran sofisticación, deja en sordina y acaba expulsando de la pantalla a la caricatura de drama escrito por Saura. La película se inunda del genio del baile bonaerense, admirable y brillantísimamente capturado por dos formidables hombres de imagen, Saura y, tras la cámara, Vittorio Storaro, que alcanzan a echar miradas fascinadas y fascinadoras sobre ese prodigioso ritual, oficiado por un conjunto de actores bailarines que son los verdaderos autores de la película.

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