Manoel de Oliveira despliega en "Inquietud" toda su exquisita sabiduría cinematográfica
Buenos e intensos filmes del británico John Boorman y el estadounidense Hal Hartley
Manoel de Oliveira, tras casi siete décadas de exploración de todos los rincones del comportamiento, sigue haciendo cine con desconcertante soltura imaginativa. En Inquietud es enteramente fiel al título y despliega, en un agilísimo zigzagueo de tres historias combinadas, su vasta y refinada sabiduría cinematográfica. Hace fácil lo más difícil: adentrar la cámara, con ironía escéptica y sentido trágico fundidos, en las incógnitas mayores de la vida, ésas que sólo se abren con humor y poesía desnudados de ornamentos. El tiempo dirá si estamos ante la más elevada obra de este nonagenario aristócrata portugués. Pero es indicio de ello que las excelentes películas que ayer concursaron - El general, de John Boorman, y Henry Fool, de Hal Hartley- empequeñecieron ante su despojado y calmoso vigor.
Así de bien sintetiza Oliveira la génesis de Inquietud: «Nunca me gustó hacer películas con varias historias sin relación entre sí. Todo comenzó en mi gana de filmar una extraña obra teatral de Prista Monteiro titulada Los inmortales. Pero cuando medí la duración del guión vi, muy inquieto, que era muy corta. Entonces recordé otras dos historias que pensé filmar y que también me parecieron demasiado cortas. Me dije que era una buena ocasión de reunir a las tres en poco más de hora y media. Suzy, el relato de Antonio Patricio, comienza en un teatro y esto me permitió incrustar en él un montaje de Los inmortales. Y, más tarde, dentro de Suzy, abrir un flash- back para, en forma de evocación, introducir La madre de un río, un relato de Antonia Bessa-Luis. Encajadas así, las tres historias funcionaban como una sola, que titulé Inquietud porque en cada una hay algo inquietante, lo que condujo al filme a contar de forma tripartita el deseo latente en todos los mortales de alcanzar la inmortalidad».Entreteje Oliveira, sin que cada hilo se suelte de los demás, en un singular ejercicio de unidad narrativa, una sesión de teatro de lo absurdo llena de humor negro, un relato de amor loco casi surreal y una cosmogonía pagana a mitad de camino entre los mitos de la Grecia clásica y una metáfora rural en registro esperpéntico. Puede parecer que son demasiadas cuerdas para un solo violín, pero no es así. La fuerza sintética de Oliveira hace que todo este disperso conjunto de acordes discurra sobre una única melodía de apasionante, y por supuesto complejísima, simplicidad. Desde Valle Abraham -pero aquí en mucho menos tiempo y con más abertura de horizonte- Oliveira no abarcaba un poema visual de tan alto y libre vuelo. Roza la perfección.
Se mueven dentro de Inquietud las más tercas obsesiones de este gran poeta irónico: su afición a los rufianes filósofos, sus incursiones en una especie incatalogable de escatología de la espiritualidad, sus poderosos retratos de mujer como enigma sagrado que funde a la puta y a la santa, el azar en cuanto manifestación suprema de la necesidad, la idea de que el varón es portador de una perversidad triste que llama a la puerta de la perversidad alegre de la hembra, el envejecimiento como marco de una intensificación creciente del disfrute sexual y éste como único indicio que tenemos de la divinidad, de la inmortalidad.
«Sólo cuando oímos el silencio de la muerte podemos construir misterios, verdaderos poemas», dice uno de sus personajes, que desvela así a Oliveira como un inmenso gozador pesimista, cineasta cultivador hasta lo exquisito del desaliño de la verdadera elegancia, esa cualidad de algunos muy escasos artistas que provienen no de su capacidad de mostración, sino de su capacidad de ocultamiento. «Sólo la verdad es inverosímil», dice otro personaje que, como Oliveira, rompe las leyes vulgares de la ficción cinematográfica y adopta únicamente, ascéticamente, sus leyes superiores, las que segrega la mirada de un calmoso y burlón iconoclasta que hace sus demoliciones a media voz y sin el menor gesto de ira.
Película colérica
Ira y gesticulación hay por el contrario en Henry Fool, del estadounidense Hal Hartley. Es una buena película colérica, que se pasa de duración y debería aprender del viejo Oliveira que es un gasto inútil de algo tan escaso hoy como la dinamita intelectual matar moscas a cañonazos, cuando se pueden aplastar reptiles con pisotones. Pero la rectitud y el talento de Hartley están ahí, existen. Como existe mucho rigor y brillantez en El general, del británico John Boorman, esta vez enrolado en el clan de sus colegas irlandeses, tras las huellas de un tipo verídico muy singular, un tal Martin Cahill, un delincuente dublinés libre y generoso que fue abatido en 1994 por los pistoleros curas del IRA, que no soportaban el humor irreverente que ponía en sus fechorías.
Babelia
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