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Niños del 68

DÍAS EXTRAÑOSCon la excepción de Enrique Vila-Matas, que detesta los números redondos, todo el mundo se apunta encantado a los aniversarios de lo que sea. Ahora nos toca celebrar los 30 años del Mayo del 68 y, a tenor de lo que se lee por ahí, parece que durante la famosa algarada parisiense no había quedado nadie en Barcelona: la ciudadanía en masa se había ido a París para participar en la toma del Odéon. El hecho de que yo recuerde mi ciudad tan llena de gente como de costumbre puede ser achacable a mi mala memoria o a que entonces, a los 12 años, no me enteraba de lo que pasaba en el mundo. En esa época, eso sí, yo ya me daba cuenta de que España era diferente. Llegaba a esa conclusión de manera algo banal, pues una de las cosas que más me molestaban entonces era que los tebeos nacionales fueran unos cuadernillos pequeños, feos y mal impresos que en nada se parecían a las rutilantes revistas francesas en las que invertía mi paga. Fue precisamente cuando intentaba hacerme con el número semanal de Pilote (donde se publicaban, entre otras, las aventuras de Astérix, Lucky Luke y el Teniente Blueberry) cuando me enteré de que en París había movida estudiantil y bofetadas a granel repartidas por los miembros de los cuerpos republicanos de seguridad. "Pilote no ha llegado esta semana", me dijo un quiosquero del paseo de Gràcia. "¿Por qué?", pregunté yo exhibiendo síntomas precoces de mi afición a esa búsqueda de la verdad que es el periodismo. "Parece que hay follón", resumió el hombre la revolución de mayo del 68. O sea que mientras el bulevar Saint Michel se convertía en un campo de batalla, yo me quedaba con la convicción de que lo de mayo del 68 fue un follón que me dejó sin mi ración semanal de cómics bien impresos y mejor editados. Luego me enteré de que, en teoría, la cosa había sido mucho más que eso. O no. A finales de los setenta, un dibujante francés llamado Gerard Lauzier me resumió el asunto con una frase lapidaria: "Todo eso no fue más que infantilismo". Lo cual me quitó un peso de encima: en mayo del 68 todos éramos niños, los que comprábamos tebeos, los que tiraban piedras a la policía y los que se introducían en un Seat 600 para correr delante de unos pasmas igual de brutos que los nuestros. Treinta años después, el famoso mayo parece haberse convertido en un tema propicio para la nostalgia o para el cachondeo. Si sacas el tema ante cualquier menor de 30 años, te mira como si fueras el Abuelo Cebolleta. La gente de izquierdas lo aborda con un sentimentalismo baboso que da grima. Y los de derechas sueltan una risita a lo Miguel Ángel Rodríguez que también da su asco. Y tú, mientras tanto, observas cómo esa revuelta infantilista se ha convertido en un número redondo de esos que le dan tanto asco a Enrique Vila-Matas pero que tan resultones se revelan a la hora de llenar un suplemento dominical. La ventaja de esos reportajes es que el texto te lo puedes saltar, pues, dependiendo de la ideología del autor, o es nostálgico o es despectivo. Pero las fotos suelen tener su miga. Yo siempre me quedo pensando qué habrá sido del tío de la trenka con el ladrillo ese que ha arrancado del suelo para ver la playa que hay debajo. O de esa chica tan guapa, con las piernas enlazando el cuello de su novio, que parece estar berreando consignas subversivas. Y la visión de las fotos se convierte en un ejercicio de la mejor nostalgia que existe: la de los tiempos que no has vivido. Tras llegar a la conclusión de que debió de ser estupendo coser a ladrillazos a la policía y sentir en el cogote la entrepierna de la hermosa revolucionaria, dejas el suplemento encima de la mesa y te vas a comer al Bauma. Mientras picas unos pimientos de Padrón, piensas que 1968 fue un gran año. Más que nada porque aún existía la revista Pilote y porque el mundo del cómic no se había convertido en la ruina deprimente que es en la actualidad.

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