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El hombre de la maleta

Gustavo Martín Garzo

A Juan MarséEl pintor mexicano José Luis Cuevas carga su equipaje en el aeropuerto de México DF. Un hombre, al que no conoce de nada, se dirige a él y le dice: «Te voy a ayudar a llevar tu equipaje. Toma mi maleta, es más pequeña». No sirven las protestas, pues enseguida hace lo que dice. Ya en el avión, Cuevas le pregunta: «Pero usted quién es?». Y él responde: «Yo escribía. Soy Juan Rulfo».

La anécdota está recogida en una entrevista que José-Miguel Ullán hiciera a Cuevas hace unos años. Éste confiesa que es su primer contacto con Rulfo, con el que luego compartiría una larga y cálida amistad. Pero detengámonos en esa escena. Rulfo no sólo ayuda a alguien a quien no conoce de nada, sino que elige la maleta más grande, la que a éste más le cuesta llevar. El gesto es cuanto menos extraño. O dicho de otra manera, responde a un deseo de servir, pero tiene a la vez un aura de hecho inexplicable, o que sólo parcialmente podemos comprender. Juan Rulfo no sólo es en esos momentos mayor que Cuevas, hay entre ellos una diferencia de dieciséis años, sino que es un escritor famoso. Lleva años sin escribir, es cierto, pero sigue siendo celebrado por todos como una de las grandes glorias nacionales (en mi opinión merece aún más altos calificativos, pues no creo que, en el ámbito de nuestra lengua, haya narrador en este siglo que se le pueda comparar). Y sin embargo, su comportamiento es el comportamiento de la invisibilidad. O dicho de otra forma, no actúa para darse a ver, lo que sería absurdo en su caso, y mucho menos con un gesto como éste, sino desde la posición del que nada reclama para sí.

Los manuales de urbanidad abundaban en consejos de este tipo. En el autobús había que dejar el sitio a ancianos, impedidos y señoritas; en las puertas, tanto de lo mismo. Ceder uno su propio asiento, su propio lugar en la puerta, bien pudiera ser como el gesto de Rulfo, dar preeminencia al otro, acudir en su ayuda sin pensar en nuestras propias incomodidades. Claro que en estos casos también se trataba de otra cosa. Respondía a ciertos usos sociales, y era una forma de diferenciarse, de recabar la pertenencia a una clase, a un club de privilegiados o exquisitos. El Club de la Pala de Pescado. No somos como vosotros, nos dicen los miembros de ese club cuando toman la pala del mantel.

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No es ésa la educación de la que hablo. El educado es el que no se da a ver. Su gesto, por tanto, debe pasar desapercibido, salvo para aquellos que lo viven. Nada que ver con los que se reiteran en los manuales de urbanidad (por cierto, hoy tan al uso). Los personajes de Robert Walser que estudiaban para criados, o el propio Robert Walser aceptando los trabajos del más humilde escribiente, pertenecen a este tipo. Escribía las palabras de otro; no quería ser nadie, sólo un cero.

Kafka también quiso lo mismo. Su obsesión por la delgadez, por las criaturas pequeñas, que buscan los resquicios, encubre el mismo deseo de desaparecer, o escapar. Kafka está obsesionado por la delgadez, Robert Walser por ser un cero, Bartleby, el singular escribiente de Melville, por ser olvidado. Son seres extraños, parecen venir de otro mundo, y sin embargo nos conmueven como pocos logran hacerlo. Tampoco los entendemos. Su caso es distinto al de los santos, pues no buscan humillarse, ni aleccionar. Y, por supuesto, están en las antípodas de los hombres de mundo, para los que el comportamiento educado es una variante de los protocolos. Recuerdo haber asistido en un ayuntamiento a una escena en que varios próceres locales se disputaban el lugar que habrían de ocupar a la hora de cargar el ataúd de una célebre escritora. Según parece, el protocolo estudia casos así. Es un problema de la estética del poder. El que carga el ataúd, lo que quiere es significarse, hacerse presente. Quiere un lugar de preeminencia. Nada que ver con Rulfo. El educado no sabe lo que hace. Ve un ataúd en el suelo y comprende que alguien tiene que cargarlo, y cuando se quiere dar cuenta ha prestado sus hombros. Es el que nos presta su hombro, sus manos, su sexo, su boca. Hace eso por un afán de ayuda, pero también por una decisión inexplicable. Rulfo no sabía a quién cogía la maleta, tampoco, por supuesto, que aquel gesto suyo fuera a recordarse hoy. Hay que sorprenderle, se escurre. Hace lo que tiene que hacer y se va. Quiere pasar desapercibido, es un cero. Y, sin embargo, ¿por qué nos conmueve así?, ¿cuál es la razón del efecto supremo que sus gestos tienen sobre nuestro corazón? Basta, en efecto, imaginar a Rulfo cargando la maleta de José Luis Cuevas para que los ojos se nos llenen de lágrimas.

Hay en Mi tío, la conocida película de Jacques Tati, un instante como ése. Monsieur Hulot toma un pequeño atajo, a través de un solar olvidado, y se tropieza con un ladrillo, que accidentalmente hace rodar por el suelo. Le vemos detenerse, tomar con delicadeza el ladrillo y volver a colocarle en su sitio. Pasa por allí, pero no quiere que se note. Al contrario que la mayoría de los mortales, no quiere dejar huella alguna de su paso. Podríamos decir que es de una educación exquisita. Recuerdo a un antiguo compañero. Era apocado y tímido y, cuando empezamos a ir a la universidad, siempre le veía desaparecer a la salida de clase. Intrigado, decidí vigilarle. Y lo que pasaba era casi increíble. Incapaz de interrumpir el flujo animado de sus compañeros, sólo se decidía a traspasar el umbral de la puerta cuando todos habían salido. Me pregunto qué habrá sido de él; también por el valor de estas extrañas conductas, su poder para conmovernos. Y de pronto, creo encontrar una posible respuesta. Es lo que pasa en los rescates, me digo. Esos niños que son arrebatados a los pozos, esos montañeros que regresan. Todo palidece a su alrededor. Las cámaras se acercan a ellos y es como si todo lo demás, salvo ellos mismos (al revés que en la última película de Woody Allen), estuviera borroso.

Me acuerdo de una película de los años treinta. El hombre invisible, de James Whale. No voy a recordar su argumento, extraído de la célebre novela de H. G. Welles, sino sólo ciertas escenas. Aquellas en que su protagonista, que ha conseguido la invisibilidad a través de una fórmula largamente buscada, se mueve en los escenarios cotidianos. En una de esas escenas le vemos en un bar. Los objetos vuelan. Un vaso de agua se desliza sobre la mesa, los cubiertos saltan al aire como peces en un estanque. Nunca los habíamos visto así. Tampoco la silla que se cae, las pisadas en la nieve, la chaqueta tersa de ausencia. Y me digo, sí, ésta es la función de esos seres, los que buscan la invisibilidad, los que se empeñan en cargar nuestras maletas, darnos a ver el mundo. Sin mediación, sin propósito; suspendido en su punto de mayor luz. También me digo, así deberían ser los escritores. Deberían desaparecer detrás de las palabras. Que ésa fuera su misión, desaparecer ellos para darnos a ver las palabras. Que abrir un libro fuera como asistir a la escena en que el hombre invisible estaba en el bar. Sólo que aquí lo que veremos no serán los vasos y los platos moviéndose solos, sino las palabras de todos.

Entonces podríamos decir, qué escritor más extraño, más educado. Se parece a Rulfo arrastrando por el aeropuerto la maleta de un desconocido.

Gustavo Martín Garzo es escritor.

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