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Reportaje:PLAZA MENOR - MATUTE

La calle que mereció ser plaza

El nomenclátor callejero, bastante mezquino a la hora de conceder título de plazas a tantas encrucijadas huérfanas de placa, señala en este lugar la plaza de Matute y concede el honor al modesto ensanchamiento de una calle corta y modesta, pero esencial en la anatomía y la historia de la Villa. Como vía de comunicación más frecuente entre el centro de la ciudad y los barrios bajos que empezaban en el hospital de Antón Martín, los cronistas describen esta calle poblada de una animación y un tráfago que hoy han mermado mucho durante las horas diurnas para recrecerse en las nocturnas, sobre todo en los fines de semana, porque la plazuela, que tiene forma de embudo, desemboca por su extremo más ancho en la bulliciosa calle de las Huertas, de acendrada tradición festiva, bohemia y farandulera.A media tarde, la plaza de Matute se abre como una fisura del espacio-tiempo; si nos dejamos llevar por la corriente que emana de su embudo, recalaremos en uno de esos remansos intemporales que reconcilian al paseante ciudadano con su ciudad intransitable y hostil. Un bello edificio modernista, que equilibra sus audacias ornamentales con la modestia y urbanidad de sus dimensiones, contrasta con su blancura prodigiosa frente a la pátina gris y sufrida de sus vecinos, inmune, desde 1907, a la plaga del hollín.

En el túnel del tiempo que insinúa el estrechamiento de la plaza, deberíamos percibir, al menos, un vestigio, una sombra, de los que fueron sus históricos moradores. Cervantes, Zorrilla y Bécquer encabezan una lista cuya mera enumeración demuestra hasta qué punto merece este rincón todos los títulos y honores que pueda dispensarle el callejero. Tanta acumulación de gloria en tan pocos metros cuadrados da que pensar también al más escéptico sobre fuerzas telúricas y corrientes magnéticas, vértices mágicos y otras cábalas esotéricas y esdrújulas tan a la moda.

Lo cierto es que Miguel de Cervantes, inquilino de mal asiento pero adicto al barrio, tuvo en esta plaza su vivienda algunos años tras haberse mudado de su domicilio de la calle de las Huertas, que, según informa Mesonero Romanos, se hallaba "frontero de las casas donde solía vivir el príncipe de Marruecos". Cervantes volvió a mudarse luego a la cercana calle del León, siempre sin salir del barrio, casi sin cambiar de manzana, en el corazón de la movida urbana de su tiempo, como sus colegas Lope, Quevedo, Góngora y tantos otros ilustrísimos y preclaros varones de nuestras letras que no podían vivir fuera de estas cuatro calles, fuera del cogollo de los corrales y de las comedias, de los burdeles, los garitos y, por supuesto, de los templos donde arrepentirse puntualmente de sus excesos.

La fama del barrio y de sus antiguos moradores fue lo que atrajo aquí a José Zorrilla, que en su casa de la plaza de Matute escribió sus comedias de mayor éxito, tal vez inspirado por las musas de sus históricos colegas. Inmejorable compañía para rimar comedias y recrear leyendas.

En la plaza de Matute tuvo su primera Redacción y su imprenta El Imparcial, fundado por Eduardo Gasset y Artime, quien, a partir de 1870, publicaría también La Ilustración Española, considerado el mejor periódico gráfico de la época, según el cronista Répide, y que fue dirigido por Gustavo Adolfo Bécquer en su doble faceta de escritor y dibujante. En La Ilustración Española publicaría su hermano Valeriano sus más celebradas estampas de costumbres madrileñas y rincones de la Villa.

Sin embargo, la primera impresión literaria que recibe el cronista de hoy cuando llega a la plaza no tiene nada que ver con los distinguidos fantasmas de sus antiguos vecinos: tras la contemplación del edificio modernista, ya a ras de tierra, sus ojos recalan en un establecimiento cuyo escaparate hubiera encandilado también la mirada de Benito Pérez Galdós, quien sabía y gozaba de estas cosas. En las iluminadas vitrinas de Casa Cabello, Ultramarinos y Coloniales, las menospreciadas y humildes legumbres elaboran un bodegón magnífico de discretos colores, ocres, pardos, rojizos, como las tierras de las que proceden. El escaparate de Cabello imparte una lección botánica y autonómica, gastronómica, pictórica y, por qué no, literaria en su catálogo de variedades.

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Aquí se juntan, desde 1877, el garbanzo pedrosillano y la alubia roja de Tolosa, la blanca del Barco, la pinta y la pintina y las carillas, que parecen híbridos de alubia y de lenteja y llevan grabada en su curvatura una careta negra, menos favorecida que la de sus primas las "alubias de la Virgen", que es rojiza y más suave de rasgos. Las fronteras se amplían con el garrofón gigante de Valencia y los michirones murcianos, habas secas y coriáceas que parecen creadas para saciar hambres históricas.

Huyendo del síndrome de don Benito, el cronista abandona este rústico edén de la legumbre de élite y la conserva de alto rango para olfatear la fragancia de la tinta y el papel, el inconfundible aroma procede de una vetusta librería y papelería, especializada, desde 1878, en suministros a oficinas. En los escaparates del honorable establecimiento, la cultura libresca está separada de la parafernalia oficinesca y mercantil. En uno, los recibos, facturas y albaranes necesarios en cualquier trato mercantil y los libros de contabilidad; en el otro, una amplia selección de títulos relacionados con Madrid y las obras, casi completas, del prolífico Pío Baroja, en las cuidadas ediciones familiares de Caro Raggio.

Algo tiene la plaza que alienta la nostalgia. Por ejemplo, uno de los nuevos cafés más veteranos del barrio y de la plaza se llama La Filmo, pero, con sus desvencijadas filas de butacas, rescatadas del desguace, y sus desvaídos retratos de estrellas olvidadas, evoca de forma singular la atmósfera de los cines de sesión continua. Hasta el punto de que uno espera que, de un momento a otro, el camarero, cual acomodador de antaño, rocíe el local y a la clientela con una lluvia de ozonopino.

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