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EL GRAN SEDUCTOR DE LA CANCIÓN

Un rostro tallado con cicatrices

Este dudoso ciudadano e indiscutiblemente genial cantante tenía a primera mirada -fui una vez testigo de su transparencia, pues no me di cuenta de que era él en un bar de un hotel de Madrid donde nadie lo distinguió hasta que apareció Ava Gardner y se le acercó- aspecto de tipo tan común que uno no caía en su identidad hasta después de advertido de su presencia, y entonces ya no había caso ni misterio: la nombradía manda y, una vez reconocido, Sinatra arrastraba hacia sí, por el peso de su enorme talento y como un piñón de bicicleta concentra la rectitud de todos los radios de la rueda, las miradas de su alrededor.Pero esto, que puede parecer menosprecio a un guapo profesional, no lo es referido a un recio rostro de cine como era el suyo, tallado con cicatrices, pues indica su oculta capacidad para seducir a la cámara. Quienes llevamos centenares de festivales de cine a la espalda sabemos un poco de esto, y es sorprendente la cantidad de decepciones que dejan a su paso actores célebres y magníficos, con quienes uno se topa y no tiene otro remedio que quedarse quieto por la incredulidad: «Pero ¿es ese poca cosa quien estremeció a medio mundo haciéndose pasar por un tal Hannibal Lecter, silenciador de corderos?». Anthony Hopkins y Sinatra se parecen en esto: nadie da un duro por su pinta vistos a pelo, y luego poseen lo que los entendedores de fotogenia llaman don de transfiguración, sello del intérprete de genio, de modo que su (a ojo, invisible) vibración trastoca el equilibrio de la lente de una cámara.

Sinatra, como cuentan que les ocurría a Humphrey Bogart y Spencer Tracy, y sin que nadie lo cuente, les ocurre ahora a Dustin Hoffmann (a quien parece que le importa un bledo el asunto) y a Jack Nicholson (a quien parece que le trae a mal traer), no solían ser fácilmente reconocidos, pues perdían a simple vista lo que ganaban a chorros ante los focos y las lentes.

Delante de las cámaras -después de comienzos balbucientes, haciendo el pasmarote junto al ágil Gene Kelly en películas musicales- Sinatra experimentaba una mutación. Ya era un actor curtido hasta el desgaste prematuro por los bordes de las copas y del fracaso cuando -eso cuentan, y no le parece disparatado a tan reputado conocedor de las familias italianas de Nueva York como es Francis Coppola, que lo sugirió a voces en El padrino - alguien de su familia de Nueva Jersey le hizo entrar a presión en el reparto de De aquí a la eternidad, y allí Sinatra destapó sus esencias y -esto es lo de menos, porque se lo han dado a mendrugos de solemnidad- ganó un oscar , ciertamente oportuno, pues a partir de entonces aquel sublime cantante hundido no necesitó nuevos susurros sicilianos y a los pocos años él elegía e incluso pagaba su propio trabajo ante sus propias cámaras.

Y forjó uno de los grandes rostros de Hollywood, el de El detective, Ellos y ellas y Como un torrente , sobrio , penetrante e insuperable cuando, interpretando canciones, lograba convertir la música en puro cine, el mejor de la treintena de películas (unas pocas buenas y muchas malas) que protagonizó.

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