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El papel del papel

«Tengo la sensación de que siempre he vivido con el mismo sujeto enfrente: el papel, el papel, el papel». Esta sentencia del filósofo Jacques Derrida se publicaba hace meses en la revista Le Nouvel Observateur como una pieza agregada a unas declaraciones de Régis Debray, editor de los Cahiers de médiologie cuyo número 4 se consagraba al tema del papel.No es la primera vez, en pocos años, que algunas revistas semejantes a Cahiers han dedicado ediciones monográficas al papel. Al papel del papel, a la filosofía y el tacto del papel, a su carácter, su compañía, su terror o su abolengo. Muchas cosas se esfuman, decaen o se trasforman con el actual cambio tecnológico pero, entre ellas, el destino del papel incluye de tal manera la historia humana que cuesta creer cómo la desazón no cunde intensamente. La repetida cuestión sobre el fin o no del libro, la interrogación sobre el creciente reemplazo de la página por la pantalla, el ascendente imperio de la videoesfera sobre la grafoesfera forman, en fila, una frontera que marca el cambio de una cultura, en la que hemos residido cinco siglos, por otra de la que apenas conocemos nada.

Efectivamente el ciberespacio ha demostrado su pertinencia para lo súbito, sean las operaciones financieras, los socorros sanitarios, las compras o la cháchara intersexual, pero ¿puede concebirse una buena literatura sin papel? Se puede: en la Antigüedad, en la Edad Media, había literatura sin papel. Otra literatura.

Con la instauración del papel la voz empezó a hacerse residual y así dar la palabra a alguien llegó a ser menos que consignar la promesa por escrito. Lo impreso ganó crédito y de ahí la extraña reverencia, aún viva, en que se tiene al libro. La voz vuela, se pierde en el aire, se deslíe o se aberra en los oídos, pero la palabra impresa es firme o reincidente incluso a despecho de las interpretaciones distintas. El papel ha sido el correlato de este efecto estricto: juntos han creado el acta, el billete de banco, la sentencia cruel, la pieza del artista. Puede vivirse sin papel ¿pero qué vida extraña será esa?

Exceptuando el 45% de la producción de papel que se utiliza hoy en destinos de embalaje y otro 10% en empleos sanitarios, un 45% del tonelaje mundial se consume en periódicos, libros, soportes de publicidad, pinturas, dibujos. Eliminado ese formidable artefacto el mundo quedaría desmantelado y el sujeto humano -como expresaba Derrida- sin un principal sujeto de amparo y conocimiento frente a sí. La exclusión del papel haría las veces de un apagón de tal magnitud que la amenidad y el sentido de la vida se achicarían entre sombras. Pero es, a la vez, muy cabal no ya augurar la muerte del papel sino su menoscabo y el ascenso, a la vez, de una cultura no grabada, más ingrávida. El soporte digital no acabará con el soporte vegetal pero, alterando la proporción de su uso y referencias, ¿cómo no presumir que variará su peso y su sentido?

El papel se presta hoy mejor que las pantallas a la lectura o la relectura de textos pero se opone o se resiste a la escritura colectiva, a la lectura interactiva, al texto evolutivo, al hipertexto. Aquí el medio decide sobre el fin y la clase de vehículo que se escoge anticipa el destino del viaje. Un futuro con menos papel puede creerse remoto pero basta constatar la celeridad en la divulgación de las invenciones para convenir que no lo será tanto. En Estados Unidos, la electricidad necesitó, desde 1873, 46 años en llegar a las masas, la radio (inventada en 1906) o la televisión (en 1926) unos 25 años para extenderes por las casas. El teléfono móvil apenas ha necesitado 13 años para hacerse popular mientras Internet, desde su apertura al público, sólo ha requerido siete años. El porvenir está por llegar pero ya ha comenzado su carrera electrónica con la velocidad de la luz. Una rapidez en detrimento de la botánica lentitud del libro y, en vuelo rasante, sobre la grande y montañosa historia de las bibliotecas.

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