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Eurovisión y teocracia

KOLDO UNCETA Hacía muchos años que no oía hablar del festival de Eurovisión. De habérseme preguntado hace unos días si dicho acontecimiento musical-televisivo seguía existiendo, lo cierto es que no habría sabido responder. Eurovisión es, como para la mayoría de los de mi generación, el recuerdo lejano de la familia en torno a la caja tonta, viendo cantar a Massiel en un patriótico enfrentamiento contra el representante de la pérfida Albión que tatareaba eso de congratulations. Luego venía la consabida tonadilla de "Spain, three points", o "United Kingdom, two points", que era como lo de los niños de San Ildefonso, pero en primavera y en versión hortera. Y así un año y otro hasta que, no sé si por ausencia de triunfos patrióticos o por aburrimiento del personal, tan solemne evento dejó de ocupar parte de nuestras vidas. Pero mira por donde, de pronto Eurovisión vuelve a ser noticia. Y al tiempo que me entero de que aún existe, leo que acaba de ser ganado por una cantante israelí -otra novedad, pues no recuerdo que en los gloriosos tiempos del festival hubiera participación de ese país-, transexual para más señas, y que responde al nombre de Dana International. Pues bien, hete aquí que, a diferencia de Massiel y Salomé, que lograban más adhesiones inquebrantables que el propio Franco, la susodicha Dana International ha suscitado la ira y el repudio de una parte significativa de la población de su país, aquella que sigue las consignas del judaísmo ortodoxo. A la pobre Dana le han llamado de todo: hereje, blasfema, basura, y toda una retahíla de amables adjetivos para celebrar su éxito. Los defensores de la ortodoxia religiosa judía exijen que se prohíban sus canciones y ya han amenazado con impedir la celebración del próximo festival -premio que tradicionalmente se otorga al país ganador-, en la tierra de Abraham. El asunto ha destapado a la luz de la comunidad internacional un tema generalmente poco conocido: la presión social a la que son sometidos en Israel los sectores sociales laicos por parte de los fundamentalistas ultraortodoxos. Esos aparentemente simpáticos hombrecillos de negro, con sombrero también negro, y tirabuzones que les caen de las patillas, a los que los reportajes televisivos nos muestran con la Biblia en la mano dándose de narices con el muro de las lamentaciones, resulta que imponen su ley a todos los demás mortales que viven en sus contornos. No se conforman con respetar ellos el descanso sabático -lo que les impide entre otras cosas llamar por teléfono, coger el ascensor o tomar un transporte-, sino que tratan de imponérselo a los demás obligando a cerrar cines, bares o restaurantes, o impidiendo que circulen los autobuses por los barrios en los que se sienten fuertes. Para este integrismo rampante, Dana Internacional representa una ofensa para las esencias patriótico-religiosas, una mancha que limpiar, un cáncer que extirpar antes de que se extienda contaminando el tejido social de ese país. Quienes exijen la supresión de espectáculos de danza en los que las bailarinas visten mallas o camisetas de tirantes -por irreverentes y contrarios a la ley divina-, mucho menos están dispuestos a consentir el éxito de una cantante transexual en calidad de representante de Israel. Son las cosas de la ley divina. No importa de qué dios se trate cuando se intenta hacerla pasar a la fuerza por encima de la ley civil. Las consecuencias siempre son las mismas. Afortunadamente para Dana International, sus enemigos ultraortodoxos no son en este caso talibanes afganos sino integristas judíos. Aquéllos ya la habrían lapidado. Estos quieren lapidarla pero, de momento, no lo han logrado. Muchos sectores laicos de la sociedad israelí no se han parado a considerar las bondades artísticas de la canción o de la cantante ganadora. Sin embargo, han celebrado el triunfo de Dana International por lo que tiene de corriente de aire fresco en el cargado y axfisiante ambiente generado por la presión integrista. ¡Quién iba a pensar que el Festival de Eurovisión iba a acabar teniendo una utilidad social!

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