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51º FESTIVAL DE CANNES

Bello filme colombiano en una jornada lúgubre

Patrice Chéreau presenta la confusa historia de una familia burguesa desecha

Muy dura, dolorosa como una patada en mal sitio, es La vendedora de rosas, apasionante película colombiana en la que Víctor Gaviria explora en la (es un decir) vida de los niños en el abismo físico y moral de los arrabales de Medellín. Pero, dentro de ese infierno, la mirada transparente y fraternal de este excelente cineasta nos hace respirar verdad. Como se respira sinceridad y ternura en el amargo y lúgubre triángulo amoroso del filme australiano Baila con mi canción, dirigido llanamente por el otras veces retorcido Rolf de Heer.

Frente a la película colombiana y la australiana, resultan irrespirables los artificiosos recovecos de Quienes me aman subirán al tren, película escrita y dirigida por el otras veces gran artista Patrice Chéreau, que aquí se pierde en una confusa historia de una familia burguesa desecha que se reúne un día alrededor del cadáver de uno de sus viejos para allí hacer reventar sus indescifrables querellas íntimas. E irrespirables son igualmente las lustrosas cuadrículas de Dark city, una especie de thriller seudometafísico filmado por Alex Proyas en celuloide tenebrista y con ínfulas de pesadilla o de delirio paranoico, que hará rezar avemarías a los beatos de la retórica visual de la modernez, pero que bajo ese barniz oculta toneladas de oquedades y estudiadas dosis de originalidad de regla de cálculo, como corresponde a una enfática película de laboratorio, desconectada de la vida y de las arterias que siguen bombeando sangre nueva al viejo género negro, aquí convertido en subgénero oscuro e incluso oscurantista.Hoy más que nunca el cine necesita baños de verdad, la cura de humildad de reconocer que la dureza y la atrocidad de lo que le ocurre a la gente común sobrepasa tan de largo a la ficción que deja reducidas a un juego las negruras imaginadas. Comparado con lo que ahora mismo sucede a diario en las colinas que bordean el pozo de Medellín, en Colombia, tanto el pesimismo especulativo del esteta Patrice Chéreau como el aparatoso paseo visual de Alex Proyas en los jardines de Kafka son cosmética de señoritos. El espanto de la vida de los niños en Medellín es un hecho, tan opaco y duro, que no se ve. Hace falta una mirada limpia, ingenua de puro generosa, como la de Gaviria, para que los contornos de ese Auschwitz cotidiano aparezcan en el bochorno de una Navidad tropical, bajo la percha argumental del cuento de frío y nieve La pequeña vendedora de cerillas, escrito hace un siglo por Hans Christian Andersen.

Durante cinco meses, Gaviria se sumergió con su cámara en la captura de los instantes de un día y dos noches de media docena de críos de allí que, en palabras del cineasta, «viven, sin que nadie lo sospeche, su vida comprimida en la larga noche de sus calles». A los 13 años ya son ancianos. La película cuenta con primor y precisión el último día de la agonía de una niña de esa edad, Mónica, cuyos ojos (que probablemente no volverán a verse) son de una poderosa y adorable elocuencia.

Otros cinco meses hicieron falta para comprimir dentro de dos horas el vasto material rodado, y el resultado es una película indispensable. No haremos colas en los cines del Primer Mundo para verla, pero quedará, como un bello fruto amargo al que no pudrirá el tiempo.

Estilo minimalista

Otra verdad, otra incursión (ésta intimista) dentro de la zona común de los sentimientos encontrados, del amor y el desamor, de la soledad y la fraternidad, del dolor y la alegría, de la esperanza y la llamada a la muerte, es representada con eficacia, sencillez y hondura en Baila con mi canción. Tampoco habrá colas en nuestros cines para ver esta nueva historia de fondo verídico de una mujer australiana con esclerosis progresiva llamada Heather Rose, que se interpreta a sí misma y ha escrito el guión del filme, donde evoca su enamoramiento del novio de su cruel enfermera cuidadora. La película duele, pero también quedará. A su director, Rolf de Heer, se le ha tranquilizado la inclinación a exagerar que mostró en Bad boy Bubby y ha adoptado un estilo minimalista y llano que va, con elegancia, derecho al grano, hasta hacer despertar sonrisas con un asunto feo, triste y lúgubre, que paradójicamente deja un rastro confortador, como el prodigio de la mirada de aquella trágica niña vendedora de rosas en el pozo de Medellín.

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