Mitos

Verán, en los primeros años de la transición bastaba con publicar un artículo crítico sobre la Iglesia o el Ejército, por ejemplo, para que te llovieran cartas injuriosas escritas por derechistas furibundos. En los últimos tiempos, sin embargo, sólo he recibido misivas insultantes cuando me he atrevido a criticar de modo somero a Lady Di y John Lennon. Lo cual es un motivo de regocijo: demuestra, fuera de toda duda, el nivel de normalización social y democrática de este país. Si sólo estamos dispuestos a enfrentarnos con ardor por Lady Di y John Lennon, es que estamos salvados.Qué extraordinaria, qué conmovedora necesidad padece el ser humano de crear mitos redondos e impecables. Yo no tiendo gran cosa a la mitomanía: concibo a las personas como un cúmulo de contradicciones y paradojas, y me resulta muy difícil la identificación con una criatura fabulosa que de puro perfecta es inhumana. Pero aun así, pese a no ser proclive a ello, siento también aletear en mí, allá en el fondo, la pueril y exorbitante urgencia de encontrar un ejemplo de la Bondad Absoluta, alguien en quien creer sin riesgo al desencanto.
El mundo es un lugar desapacible, la vida hiere, el prójimo nos decepciona bastantes veces, y aún es peor lo mucho que solemos decepcionarnos a nosotros mismos. Frente a tanta inquietud y tanta ruina, la fe en un santo irreprochable nos ofrece la esperanza de que el Bien existe. Porque los mitos modernos son justamente eso, los herederos laicos de aquellos santos que antaño nos acompañaban desde sus estampitas. Y, como ellos, suelen ser el producto de una fe sencilla y popular: se mitifica a los rockeros o a las estrellas de la prensa del corazón. O sea, nadie moverá un dedo si criticas a Einstein, por ejemplo: pero si hablas mal de Lennon o Lady Di, te fosfatinan.
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