Acoso sexual: la verdadera cuestión
El mes que pasé en Estados Unidos no hace mucho y las numerosas conversaciones que allí mantuve con amigos y colegas han cambiado en cierta medida el planteamiento de mi reacción personal ante las acusaciones de comportamiento sexual incorrecto contra Bill Clinton. Durante las primeras dos semanas después de que el asunto Lewinsky saltara a los titulares, me preocupaba que la derecha reaccionaria y puritana pudiera destruir a un presidente capaz y ligeramente a la izquierda del centro. A finales de febrero me sentí animado, por no decir encantado, por el hecho de que, como se mostraba en las encuestas, la mayoría de los norteamericanos distinguían perfectamente entre una correcta ejecución de sus deberes públicos y la presunta ordinariez de su conducta sexual.La actitud de la población norteamericana mostraba varias cosas que no se habrían podido pronosticar con certeza con anterioridad a los hechos. Demostró que los votantes no huyeron en desbandada ante la fulminación de los conservadores extremistas que intentaron explotar la tradición puritana y el fundamentalismo religioso contemporáneo para destruir a un presidente liberal. Demostró también que, como la mayor parte de los europeos, los norteamericanos de la década de 1990 no consideran que las costumbres sexuales de un hombre tengan ninguna conexión lógica con su capacidad política e intelectual. Finalmente, al aceptar implícitamente que es posible que el presidente haya mentido acerca de sus relaciones sexuales, muestran su creencia, basada en el sentido común, de que prácticamente todo el mundo oculta la verdad sobre algunos aspectos de su vida íntima, y que las investigaciones detalladas sobre el comportamiento sexual no merecen literalmente la atención masiva de los medios de comunicación.
Pero el alivio por que el presidente no haya sido destruido y el saludable sentido del humor frente a algunas de las acusaciones, no significa que no haya serias cuestiones asociadas al caso. Hace siete años, cuando el presidente Bush nombró a Clarence Thomas candidato a magistrado del Tribunal Supremo, se produjo un gran escándalo en los medios de comunicación provocado por el supuesto acoso sexual a Anita Hill, también abogada y antigua subordinada suya en un organismo de la Administración.
Resulta instructivo comparar el escándalo Thomas / Hill con el escándalo Clinton / Willey. En el primer caso, Thomas fue acusado de presionar a Hill para que saliera con él y de invitarla a ver películas pornográficas. No fue acusado de tocarla físicamente. En el segundo, Willey, esposa de un colaborador del Partido Demócrata que se encontraba en una difícil situación económica, acudió al presidente en busca de un trabajo remunerado para ella. En Sixty minutes, un programa de televisión bastante prestigioso, ella alegó recientemente que el presidente la había besado, le había puesto la mano en un pecho y había intentando que ella le pusiera la mano en los genitales.
Muchos liberales, incluido yo mismo, nos habíamos opuesto al nombramiento de Thomas porque era un jurista con una carrera completamente mediocre. Pensamos que Bush lo había nombrado candidato exclusivamente por el oportunismo político de designar a un negro para el Tribunal Supremo, y creímos en la palabra de Anita Hill, una abogada negra moral e intelectualmente intachable, respecto al comportamiento personal que (el candidato) había tenido con ella.
Las acusaciones de Willey contra el presidente eran considerablemente más serias que las de Anita Hill contra el juez Thomas. Katherine Willey, a diferencia de algunas de las otras mujeres que habían acusado a Clinton, no era una cabeza hueca, sino una mujer casada de apariencia humilde que intentaba ayudar a su marido en un momento de auténtica crisis, y el presidente supuestamente había intentado obligarla a aceptar unas atenciones no deseadas.
La comparación de los dos casos planteaba varias cuestiones. ¿Hasta qué punto nuestra condena sin reservas de la conducta personal de Clarence Thomas se debió a las objeciones sobre su expediente profesional y político? ¿Deberíamos (los liberales), junto con importantes feministas como Gloria Sheinam y Anita Hill, defender a un presidente liberal después de haber condenado a un juez conservador y por un comportamiento menos evidente que el que se daba a entender en el caso del presidente? Además, en materia de atenciones no deseadas, ¿deberíamos tomar más en serio la dignidad humana de mujeres de clase media con formación que la de una mecanógrafa o una cantante de cabaret? La cuestión moral se veía enturbiada adicionalmente por el hecho de que mientras que Anita Hill nunca tomó la iniciativa de hacer pública su experiencia y nunca intentó obtener dinero con su testimonio, varias mujeres, incluidas Paula Jones y Katherine Willey, han intentado vender sus historias. Lo que me lleva a un aspecto secundario, pero importante, de todo el conjunto de escándalos: el papel del acoso legal y las grandes sumas de dinero. En su esfuerzo por destruir al presidente, el fiscal especial ha enviado citaciones a docenas de personas a las que ha interrogado bajo juramento acerca de conversaciones informales, compras de libros, rumores varios y cotilleos triviales. Y los que han sido objeto de dichas citaciones deben pagar varios cientos de dólares por hora a los abogados que van a velar por sus derechos en el curso de estos procedimientos que sólo se pueden calificar de acoso judicial. Es posible que aquellos que puedan hacer «revelaciones» sensacionalistas sean capaces de pagar los honorarios de los facultativos vendiendo la historia a los medios de comunicación (tanto a los respetables como a la prensa amarilla). La combinación de sensacionalismo de los medios de comunicación y un caro pleito provocado por motivos políticos me parece más vergonzosa que cualquiera de las acusaciones sexuales.
Pero para volver a la cuestión del acoso sexual: Gloria Steinam escribió en The New York Times que incluso si, sólo como hipótesis, damos por sentado que las acusaciones contra Clinton son ciertas, el testimonio de las propias demandantes indica que tras abordarlas groseramente, aceptó el «no por respuesta». ¿Quiere esto decir que si un hombre pone la mano sobre el pecho de una mujer que no lo desea sólo una vez, y acepta la negativa de ésta asegurándole que su carrera no se va a ver perjudicada por ello, no la ha acosado? La mera cuestión pone de manifiesto la ambigüedad moral del razonamiento de Steinam, que sin duda estuvo motivado por su deseo de salvar a un presidente que ha sido claramente progresista en lo referente a las mujeres y a las minorías raciales. También pone de relieve la imposibilidad de aportar una definición legal precisa que abarque todas las ordinarieces y disparates de una conducta demasiado propia del ser humano.
La parte seria de esta cadena de escándalos básicamente ridículos tiene que ver con las relaciones de poder. Clarence Thomas y Bill Clinton pudieron, con aire de inocencia herida, presentar cartas que demostraban que tanto Anita Hill como Katherine Willey continuaban manteniendo una relación amistosa con ellos después del presunto acoso. La verdad es que, independientemente de los avances conseguidos en lo referente a los derechos de las mujeres en las últimas décadas, casi toda la autoridad en lo que respecta al empleo, el ascenso profesional y el prestigio continúa en manos de los hombres. De tal forma que, hasta que al menos la mitad de los cargos de poder en la sociedad estén ocupados por mujeres, el actual 51% de la humanidad tendrá que seguir entendiendo las proposiciones sexuales no deseadas y las feministas deberán apoyar a un presidente que ha hecho avanzar su causa general.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.