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"España es mejor"

Como transcurrieron dos meses desde su corto triunfo electoral hasta su laboriosa llegada al Gobierno, los fastos conmemorativos del momento en que las cosas empezaron a ir bien en España les tienen entretenidos una sexta parte del año. Desde el 3 de marzo, cuando se pone en marcha el festejo con una entrevista del presidente a la prensa amiga evocando la efeméride electoral, hasta el 3 de mayo, cuando se cierra el recuento de los aciertos gubernativos con una entrevista-bis a la prensa amiga-bis, no paran de restregar, un día sí y otro también, que el periodo de seguridad, capacidad, tranquilidad, confianza, estabilidad, prosperidad, europeidad, de que disfruta España se debe en exclusiva a este Gobierno bajado de los cielos para inaugurar la historia.Dos meses de pompa y circunstancia resumidos en un mensaje al alcance de todos los españoles. Si hasta el 3 de marzo el lema era "España va bien", desde el 3 de mayo hemos cambiado a "España va mejor". Mensaje igualmente conciso, construido con las más probadas técnicas publicitarias, pues repite machaconamente el sujeto, España, España: cambia el verbo aunque conserva el monosílabo, es por va; y sustituye sin salir de la misma familia los predicados, bien por mejor, para que quede tan solo la duda de si España es la mejor o de si España es mejor que antes. Dos años nos hemos pasado con los oídos castigados por el alegre repicar del España va bien; dos añitos que nos quedan de escuchar la linda cantata de que España es mejor.

Pero toda esta deplorable propaganda no puede ocultar un hecho de fondo. El Gobierno ha sido más hábil en buscar aliados políticos y apoyos mediáticos de lo que aparenta la huera retórica de sus portavoces más autorizados. Las concesiones a sus socios nacionalistas le han valido una solidaridad sin fisuras de CiU, un ahí me las den todas del PNV y la seguridad de que podrá alcanzar el final de la legislatura sin mayores sobresaltos parlamentarios. Por el lado de los medios, la venta de un sabroso bocado de lo que todavía quedaba del más rentable patrimonio público ha reforzado su posición en el entramado empresarial del mundo de la comunicación. A los dos años de su llegada, el Gobierno no tiene problemas con sus aliados en el Parlamento y goza de una envidiable benevolencia en prensa, radio y televisión, con algunos medios bajo su directo control y felices de entregarse a su más descarada apología.

Contando con esos apoyos y mediáticos, el Gobierno ha lanzado una iniciativa susceptible de despertar la curiosidad, si no las simpatías, entre las clases medias bajas y altas simultáneamente: evitar a millones de ciudadanos la presentación del impreso del impuesto sobre la renta, con el mensaje implícito de que la gente con menos ingresos nada debe ni nada paga al fisco; y recortar el tipo marginal máximo, con el mensaje explícito de que quienes ingresan más altos salarios no se verán penalizados por un fisco insaciable. Ese amplísimo sector de asalariados, que o se librará de la ventanilla o se ahorrará unos miles de duros, va a ser desde el próximo martes el terreno en disputa para iniciar la caza del voto.

A estas alturas, los asalariados ubicados políticamente entre la izquierda del centro y el centro de la derecha pueden desplazar sin mayor quiebra de identidad su posición, movidos por razones contantes y sonantes. Ante lo fluido de ese magma centrista, se abre la oportunidad de plantear por vez primera un debate político sobre la fiscalidad; pues mientras los técnicos discuten de inversión pública y de financiación de las prestaciones sociales, los liberados del engorro de presentar papeles y los aliviados por la rebaja estarán atentos a lo que tenga que decir un partido que, por boca de su Ejecutiva, ha esgrimido el brillante argumento de que este Gobierno detrae a los pobres para darlo a los ricos. O la oposición aclara sus intenciones o mucha gente acabará creyendo que si España no es mejor, sí será mejor que se quede como está.

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