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Cosas que dejé en Bruselas

Joaquín Estefanía

Tras la cumbre de Bruselas del pasado fin de semana los más optimistas hacen una analogía -abusiva, por ser una equivalencia de distinta naturaleza- entre lo sucedido en mayo de hace 30 años y el actual periodo (el euro: la revolución de mayo de 1998). En el extremo opuesto, los euroescépticos han ahondado su pesimismo: las decisiones tomadas suponen uno de los más graves errores de política económica de este siglo; exponen a los once países a todos los riesgos macroeconómicos, privándolos de los mecanismos para reaccionar; e institucionalizan la prolongación indefinida de una coyuntura caracterizada por una expansión débil y amplio desempleo (léase L'Erreur européenne, de Jean-Jacques Rosa).Una tercera posición es la de quienes quieren avanzar lo más rápidamente posible, obtenida la moneda única, hacia la unidad económica y política. Son los eurófilos. Echan de menos algunos de los mecanismos que estaban alrededor de la mesa de Bruselas, y que han quedado difuminados o no previstos. Fundamentalmente dos: el gobierno económico que controle a la tecnocracia del Banco Central Europeo (BCE) y genere una política económica complementaria al control de los precios; y los fondos coyunturales para hacer frente a los shocks asimétricos.

Al primero, nacido también hace siete días, se le ha denominado Euro Once: es el organismo que reunirá a los ministros de Economía y Finanzas de los 11 países integrantes en la moneda única. Pero su creación no ha tenido una ambición similar a la del BCE; es una estructura informal, sin estatutos ni contenidos precisos y, como escribía un analista, apenas «una gota de presión política en el inmenso mar de poder autónomo otorgado al BCE y a sus responsables». Se reunirá por primera vez a principios de junio y su primer presidente será el ministro de Economía austriaco ya que el británico, al que le correspondería por turno, no pertenece al Euro Once (el Reino Unido no está, por ahora, en el euro).

Unos fondos estabilizadores, de carácter coyuntural, para hacer frente a cualquier impacto negativo que afecte a una región o a un país y no a los demás, eran demandados por el Parlamento Europeo y no han sido atendidos. Se oponen a ellos los países grandes que no quieren de ningún modo aumentar el presupuesto comunitario: un tope máximo del 1,27% del Producto Interior Bruto europeo. Las crisis asimétricas no serán excepcionales, sino que forman parte de lo previsible en una Unión Europea que todavía no cumple los requisitos de homogeneidad que deben tener las áreas óptimas monetarias, según define uno de sus máximos teóricos, el economista norteamericano Robert Mundell. El euro no conjuga, por sí mismo, los peligros que conlleva una mala coyuntura. El eurodiputado español Carles Gasóliba, portavoz del Grupo Liberal en el Parlamento de Estrasburgo, presentó en esta institución un informe sobre los shocks asimétricos, en el que decía: «Las oscilaciones futuras del dólar, los efectos indirectos de la crisis asiática (u otras) en la economía europea, y posibles crisis bursátiles constituyen factores potenciales de riesgo». Se pueden poner otros muchos ejemplos: si aumentan las diferencias entre el Mezzogiorno y el Norte italiano, ¿será posible ayudar a la primera zona obviando el pacto de estabilidad o se soportará el problema político que conlleva esta distancia regional creciente? Si el Reino Unido devaluase la libra, por ejemplo en el momento de entrar en el entorno del euro, ¿cómo se responderá al sufrimiento de los empresarios irlandeses, que destinan el 30% de sus exportaciones al Reino Unido, dado que Dublín ya no dispone del manejo del tipo de cambio de la libra irlandesa?

La experiencia de la moneda única sin política económica común se pondrá a prueba cuando se desencadene el cambio de ciclo o una tormenta monetaria. Queda tiempo para acelerar los mecanismos complementarios del euro.

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