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El euro lleva a la unión política

Europa vive sin alegría un acontecimiento de dimensiones históricas: la entrada en vigor del euro. Es de temer que pocos estén evaluando positivamente, y en toda su dimensión, el paso que se está dando en la construcción de Europa. Los más se mueven entre la indiferencia y el rechazo, pasando por la malaise.Los que creemos en ese proyecto, los que queremos más Europa, menos nacionalismo rampante, tenemos el deber de explicar, de corregir defectos y errores, de avanzar en la definición de los pasos que tenemos que dar, inexorablemente, para conseguir nuevos objetivos, para evitar una regresión a las zonas de influencias, a las divisiones que desgarraron el continente destruyendo la paz, liquidando la prosperidad, dos veces en este siglo.

La moneda única es la mayor cesión de soberanía desde la fundación, si por tal entendemos el Tratado de Roma. Ceder para compartir, no ceder para someterse como ha ocurrido durante siglos. Cuando se afirma que este paso nos debe llevar a la unión política, se dice algo coherente y se olvida algo elemental. Coherente, porque será imposible dejarlo ahí, sin dar otros pasos. Se olvida, no obstante, la naturaleza política esencial de la decisión, la cesión de uno de los elementos de soberanía que definen nuestros Estados-nación.

Monnet, uno de los fundadores más citados y apreciados, tal vez porque no ostentaba representación alguna, vería fascinado y preocupado este momento. Su visión premonitoria, que le llevó a utilizar el ejemplo del Sputnik, tan de moda en la época, para explicar adónde querían llegar, se vería satisfecha con la segunda fase de la trayectoria de lo que él imaginó como el gran misil de la unidad europea. Primero, unión aduanera. Segundo, unión monetaria. Tercero, unión política. Su preocupación surgiría de la observación de la malaise de sus propios compatriotas, del surgimiento de nacionalismos antieuropeos, en un momento perfecto para avanzar, respondiendo a la oportunidad de integrar a los países del centro y del este, viejos pueblos europeos largos años sometidos a la opresión. Se incrementaría viendo que hoy, más que ayer, es necesaria la unión política de este Viejo Continente para enfrentar con más posibilidades los desafíos de la globalidad, para que el papel de Europa en el mundo de la posguerra fría no se diluya por el arrastre de viejos hábitos que nos debilitan como europeos.

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Las razones del malestar en esta fecha histórica son comprensibles, pero ninguna seria es atribuible al paso que está dando Europa.

La coincidencia con el Primero de Mayo ha puesto de relieve la más importante: el paro. Ha servido para quejarse de que se anteponga la preocupación por la moneda a la preocupación por el problema social y económico más importante de nuestras sociedades, incluso ha molestado la elección de la fecha para comenzar el Consejo Europeo que debe decidir. Es comprensible, porque en la tarde del día de los trabajadores, que se manifiestan en todas partes recordando a 18 millones de ciudadanos europeos sin empleo, la imagen dramatizada de un debate sobre el nombre del que presidirá el Banco Central Europeo distancia a los representantes de los representados. Pero no hay razón para contraponer desempleo y euro. Sorprende, sin embargo, tanta preocupación por la imagen que dan los dirigentes y tal falta de sensibilidad en la escenificación.

Antes del euro teníamos y tenemos el problema del paro: no le es achacable, y sus causas están en otra parte. Es cierto que el euro, como todas las políticas instrumentales, debe servir para enfrentarlo en la economía globalizada que estamos viviendo, abierta a la competitividad, forzada a permanente reestructuración por el impacto de la revolución tecnológica. Si no, ¿para qué querríamos una moneda única? También lo es que, para que la política monetaria pueda mantenerse por encima de las crisis que inevitablemente seguiremos conociendo, con sus posibles choques asimétricos en las distintas regiones de Europa, lo que importa no es el tan reclamado «control democrático» del Banco Central, que no practicamos en nuestros países, sino la estrecha cooperación en las políticas económicas de los Quince. No se puede olvidar que el tratado nace como Unión Económica y Monetaria, aunque se haya quedado por el momento en unión monetaria, cojo de una pata imprescindible para el equilibrio de la andadura europea.

Los ciudadanos han de saber que el euro cambiará los equilibrios financieros mundiales, afectará a los mercados de cambio, reforzando las posibilidades de la moneda europea, la de todos nosotros, frente al dólar y al yen. Esto significa que dispondremos de un instrumento más fuerte, más acorde con la dimensión de la economía europea, que debe servirnos para avanzar en las posiciones de todos nuestros países en la economía abierta, para ayudar a hacer más previsibles, más transparentes, los movimientos de capital. Estaremos en condiciones de superar la dependencia excesiva de la moneda de referencia, el dólar, fortaleciendo el euro como moneda de reserva, de intercambios. Padeceremos menos, si lo hacemos razonablemente, los desequilibrios que plantean en nuestras economías, en nuestras empresas, es decir, en nuestras posibilidades de empleo, las decisiones unilaterales de la Resera Federal estadounidense. Nos deberán tener más en cuenta, americanos y japoneses, en el proceso de toma de decisiones. El Fondo Monetario, el Banco Mundial, también notarán más el peso del Banco Central Europeo, que sustituirá, objetivamente, a la Reserva Federal norteamericana en el primer puesto.

Pero todo será más frágil si no sacamos todas las consecuencias, con coherencia, del espacio que estamos abriendo para Europa, no para cada uno de nosotros, enfrentados por el falso dilema del «interés nacional versus interés europeo». Por eso se hará imprescindible avanzar en la armonización de la fiscalidad europea, justo en la dirección opuesta a la desarmonización que practica el Gobierno de España a nivel interno. Armonización de los impuestos básicos que afecten a la competencia, en un mercado único, con una moneda única. Orientar en todos nuestros países, es decir, en toda Europa, las reformas fiscales hacia objetivos claros de empleo y competitividad, con una distribución justa de las cargas, dará coherencia y sentido histórico al nacimiento del euro. Si no se hace, generará

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frustración, convirtiéndose en el chivo expiatorio de las demagogias nacionalistas.

Es más comprensible, por coherente, la postura de rechazo frontal de los nacionalistas antieuropeos que la indecisión y las contradicciones de los europeístas. Por eso avanzan en Europa, porque no nos atrevemos a decir con claridad y a poner en práctica con decisión lo que queremos cuando defendemos la unión política de Europa, incluso como la consecuencia lógica de la unión monetaria. No nos atrevemos a decir claramente que la unión que queremos es la de la pluralidad cultural de Europa, que queremos defenderla y reforzarla, conociéndola mejor, como una riqueza compartida de las naciones y de las regiones de esta Europa nuestra. No pretendemos la homogeneización de identidades diversas, porque son éstas las que nos definen como europeos que pertenecemos a una misma civilización, ni mejor ni peor que otras, pero que es la nuestra. Los antieuropeos yerran en su apreciación del proceso, porque temen perder identidad nacional o porque no renuncian a viejas pretensiones hegemónicas arrumbadas en la historia. Se equivocan porque no comprenden el cambio mundial que se está produciendo, que nos sitúa, como pueblos de Europa, ante un dilema fantástico: o débiles en la dispersión y el enfrentamiento, o fuertes en la unión.

El tratado que llamamos de la Unión Europea apunta el camino, aunque tibiamente, como con temor. No sólo decidimos ampliar el pilar común con una unión económica y monetaria. Decidimos algunas cosas más, trascendentales pero asumidas con temor.

Recordemos que afirmamos querer una Política Exterior y de Seguridad Común, es decir, que vemos claro, aunque sin fuerza para ponerlo en práctica, que es insostenible ser «un gigante económico comercial» en el mundo y un «enano político». Bueno, insostenible no es, porque lo somos y podemos seguir así. Es, sencillamente, incoherente, rayano en la irresponsabilidad ante los ciudadanos de Europa.

Recordemos que decidimos poner en marcha una especie de Europol, aunque avancemos a paso de tortuga, cuando no de cangrejo, en algo tan sensible para todo el mundo como la seguridad interior en la zona libre de fronteras que hemos creado. Los ciudadanos no pueden entender, con razón, que la libertad creada para todos no esté garantizada para todos con instrumentos comunes de lucha contra los liberticidas, bandas criminales organizadas que no conocen fronteras pero saben aprovecharlas para escapar a la policía y a la justicia.

Recordemos que decidimos en ese tratado los primeros pasos de una ciudadanía europea como un plus de la ciudadanía de cada uno de nosotros como nacionales de los 15 miembros de la Unión. Un verdadero elemento de cohesión que expresa bien lo que algunos de nosotros pretendíamos cuando introdujimos el concepto, lamentablemente interpretado de manera reduccionista. Ser ciudadano francés, alemán, británico, italiano, español, de todos y cada uno de los países de la Unión, plenamente, con todos sus derechos y su peso de identidad, al tiempo que se tienen derechos complementarios y compartidos como ciudadanos de la Unión Europea. ¡Lástima que incomprensibles recelos nacionalistas nos impidan ver lo que supone de cohesión, para compartir consciente y libremente el proyecto europeo, esta ciudadanía añadida!

Recordemos, en fin, que habíamos aprobado una Carta Social Europea, de la que sólo se autoexcluyeron los conservadores británicos. Era y es un mínimo que expresa la vocación europea y su modelo civilizatorio como sociedad integrada capaz de respetar e impulsar la libertad de iniciativa en la empresa y en la cultura, defensora del individuo como persona portadora de derechos inalienables y a la vez por eso preocupada por el desarrollo de un sistema solidario que permita dar más a los que pueden menos.

Necesitamos esa Europa unida para entrar en el siglo XXI, limitando las incertidumbres propias de esta época y aprovechando las oportunidades inmensas que se abren. En beneficio de los europeos y también de un nuevo orden mundial más equilibrado y solidario.

Necesitamos recordar que el euro es un instrumento para este proyecto, una herramienta, no un fin en sí mismo, y menos un becerro de oro.

Felipe González es ex presidente del Gobierno español.

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