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Europa y el déficit democrático

Con el euro se cierra el ciclo que empezó en 1957 el Tratado de Roma y que ha pasado por distintas etapas, desde un mercado común a un mercado único, hasta concluir, conseguido un solo mercado y una sola moneda, con la plena integración económica. Es ésta la significación más importante, a la vez que las más obvia, de la introducción del euro: cierra un proceso querido de plena integración económica. Como se tuvo que empezar por la economía, al haber fracasado otros intentos de integración política y militar -en la Asamblea francesa cayó la Comunidad Europea de Defensa-, durante cuatro decenios el proceso de integración parecía tener una dimensión exclusivamente económica. La «Europa de los mercaderes» la llamaban los que, por una u otra razón, querían distanciarse del proceso, como si el impulso viniera exclusivamente de la economía, cuando en cada una de sus etapas, el salto de la una a la otra se debió a una decisión política que apoyaban unos intereses y que combatían otros, eso sí, con la oposición asegurada del gremio de los economistas.La integración económica ha sido el resultado de una voluntad política que ha ido arriesgando no poco en cada etapa para llevar a cabo una mayor integración económica, que se ha estimado siempre cargada de innumerables consecuencias negativas para las regiones o los sectores más débiles, para el mercado de trabajo, o para la permanencia del Estado de bienestar. Empero, por suerte ha prevalecido la conciencia lúcida de que el futuro de Europa depende de su integración económica plena, y ello supone una moneda única. Una moneda que queremos fuerte y estable: también una decisión política.

En este contexto, una de las mayores estupideces que lamentablemente propaga una sedicente izquierda, por completo desfasada, es quejarse de la autonomía, y consecuente déficit democrático, de la institución a la que hemos encargado que lleve adelante una política monetaria desde el criterio de la estabilidad. La decisión ha sido tomada políticamente y parece harto razonable: si el euro provocase una inflación alta y se desvalorase continuamente frente al dólar, se confirmaría su fracaso, con consecuencias económicas, y sobre todo políticas impredecibles, pero que me atrevo a calificar de catastróficas. Una vez que hemos establecido políticamente el criterio, su implementación práctica es una cuestión técnica que sólo puede llevar a cabo una institución autónoma y competente, tal como ha quedado diseñado el Banco Central Europeo.

Efectivamente, la creación del euro significa que los Estados miembros se quedan sin la política monetaria como instrumento que pueden aplicar a las políticas sociales. Que el déficit democrático de las instituciones comunitarias queda al descubierto y tendremos que encontrar una solución. Que habrá que inventar una política social comunitaria en las condiciones de una moneda estable, con la que ya no se puede hacer experimentos, es decir, sin poder aumentar el déficit presupuestario para responder a las presiones sociales. Desaparece la posibilidad de hacer falsa política social a cuenta del déficit, pero con inflación y pérdida de puestos de trabajo. En fin, que ya no se podrá solventar con una devaluación de la moneda una falsa política económica y social. Los socialistas en sus casi 14 años de permanencia en el poder tuvieron que hacer dos devaluaciones lo que implicó que la peseta perdiera la mitad de su valor respecto al marco: de 40 pesetas un marco, cuando llegaron al poder, a 84, cuando se marcharon. El haber cerrado el ciclo de integración económica abre un segundo de integración política y social, por un lado, y de ampliación por otro, que se presenta aún más difícil y arriesgado, en el que para salir adelante habrá que desplegar grandes dosis de imaginación y de valor solidario. En todo caso, hemos llegado a esa etapa que anunció Keynes en la que la economía queda reducida a una simple cuestión técnica, al servicio de la política que podamos y sepamos llevar adelante.

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