Ortega, torerazo
Ortega Cano se despidió de la afición sevillana hecho un torerazo. Y alcanzó un triunfo cabal, legítimo, auténticamente clamoroso. Dice adiós Ortega Cano y se le echará de menos. Cada vez que un torero se va, se muere un poco la fiesta. Porque son toreros los que hacen falta aquí. Toreros que conozcan la técnica del toreo, que la sientan en el alma, que mantengan la referencia del arte de torear frente a las vergonzantes ventajas, los trucos triunfalistas y la apabullante mediocridad de los pegapases consumados.
Hay toreros que en un momento dado de su carrera pierden la confianza y no dan una. Es el caso de Julio Aparicio. Cada lance y cada pase que amagaba Julio Aparicio los convertía en un sobresalto. Para que se estuviera quieto lo habrían tenido que atar. Las cuitas se las producía el toro, evidentemente, y esto es lo extraño puesto que no le sacaron toro alguno.
Jandilla / Ortega, Aparicio, Tato
Toros de Jandilla, de escaso trapío; 2º (devuelto por inválido), 3º y 5º, anovillados impresentables; muy flojos, aborregados. 4º premiado injustificadamente con vuelta al ruedo.Ortega Cano: pinchazo hondo tendido y ocho descabellos (silencio); estocada (dos orejas y clamorosa vuelta al ruedo). Julio Aparicio: estocada corta y rueda de peones (bronca); cuatro pinchazos y estocada caída (protestas). El Tato: metisaca bajo (ovación y salida al tercio); estocada (minoritaria petición y vuelta). Plaza de la Maestranza, 29 de abril. 12ª corrida de feria. Cerca del lleno.
Novillos y gracias. Novillejos famélicos, impresentables, aborregados. Casi toda la corrida salió de semejante tenor. El que más, no lucia el trapío exigible en una plaza de primera categoría. Y ninguno tenía media torta.
Los de El Tato, igual de aborregados que el resto, dieron en pararse a mitad de las faenas. La parte móvil de las faenas la aprovechó El Tato para muletear tremendamente voluntarioso y sacar unos derechazos de extraordinaria vulgaridad. Con la izquierda aún bajó los tonos.
El mulo que hacía sexto, tras embestir como borrego se paró como mulo y dio al traste con un triunfo que ya tenía ganado El Tato desde que salió del toril el especimen aquel. Lo recibió a porta gayola con la larga cambiada, lo veroniqueó juuntas las zapatillas y puso en pie a la Maestranza.
El toro perdía las manos y a veces se desplomaba, a pesar de lo cual lo consideraron válido, y llegó a la muleta hecho una piltrafa. Tomó dócilmente los ayudados por alto y los derechazos que le diera El Tato, con reservas los naturales, se paró y ya su única intención era irse a las tablas y que lo dejaran en paz.
Igual comportamiento tuvo el que abrió plaza y Ortega Cano apenas pudo esbozar una serie de redondos. Pero ¡atención! porque Ortega Cano había estado torerísimo en todos los tercios, manejaba el percal con el gusto propio de los capoteros buenos. Y así siguió la tarde entera: meció la verónica, dibujó las medias, ciñó chicuelinas, bregó suave y dominador.
Brindó al público la muerte del cuarto toro y recibió una gran ovación que equivalía a un homenaje de despedida. Pocos confiaban en que la faena podría ser importante pues el toro, medio inválido, había mostrado la borreguez característica del resto de la corrida. Mas surgió la maestría, brotó la inspiración, arribaron las musas, todo ello armónicamente amalgamado transfiguró a Ortega Cano y se produjo la maravilla -¡acaso el milagro!- del arte de torear.
Arte de torear puro. Lo de parar, templar y mandar cargando la suerte; lo de ligar los pases; lo de llevar embebido al toro, borrego de toro, en los vuelos de la muleta. El tiempo suspendió su marcha, la Maestranza se aisló del prosaico mundo y quedó convertida en el templo mágico del toreo.
Restallaban los olés, apenas se oía vibrar la música en medio de aquel estruendo, mientras Ortega Cano ligaba los redondos, estos con los pases de pecho, ceñía la trincherilla, y cuantos muletazos dio, aunque clásicos y minuciosamente definidos por las tauromaquias, parecían surgir de la fantasía. Se echó tarde la muleta a la izquierda -por ahí debió empezar- y el toreo al natural, en dos excelentes tandas, lo cuajó con igual fundamento. Faltaba coronar la faena con el volapié. Y ahí derramó también Ortega Cano su categoría de torerazo al cobrar una estocada por el hoyo de las agujas que tumbó al toro sin puntilla.
La conmoción en la Maestranza fue enorme. Ortega Cano lloraba de la emoción parado en el albero, el tendido se cuajó de pañuelos y hubo aficionados a quienes se les saltaban asimismo las lágrimas. El arte de torear, cuando se produce, trae estos sentires profundos e inconmensurables. El presidente concedió las dos orejas, y como debe ser tan triunfalista como mal aficionado, metió la pata ordenando la vuelta al ruedo del borrego. Algunos protestaron esta decisión. Mas luego se aunó la plaza entera en las ovaciones, en los piropos de «¡torero!» a Ortega Cano, que recibía múltiples parabienes y dio una vuelta al ruedo lenta, emocionante, apoteósica.
Babelia
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