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La nueva estrella y el certificadoANTONI PUIGVERD

Frente al bombazo Borrell, hay que precisar ante todo que la resaca de que hablaba aquí mismo mi amigo Joan Culla asalta no solamente al protagonista, sino a todos sus antagonistas. Pujol, en primer lugar, que en el bautizo de Molins, al día siguiente del bombazo, practicó ante los micrófonos un estilo chillón que ya no le recordábamos. Se ha dicho ya casi todo sobre la formidable ascensión de Borrell al estrellato y no quiero repetir argumentos. Subrayaré, solamente, en relación con la aparente revolución sentimental de las bases, que Borrell ha tenido como aliados, no ya a los muy citados guerristas (cuya vieja divisa "quien se mueve no sale en la foto" les impide presentarse como paladines de la libertad de criterio, siendo como son, en todo caso, paladines de un rencor), sino también a los célebres capitanes barceloneses (Ferran y compañía), que si se han distinguido por algo es por su aprecio a los viejos sistemas de encuadre (entre los que destaca el clásico cultivo y recolección del voto de los jubilados que sólo asisten a las agrupaciones para votar las consignas de los cultivadores). Estas alianzas no invalidan, aunque matizan, la espontaneidad de las bases más ingenuas y más alejadas del juego político diario: una espontaneidad que ha sido asociada con un cierto hartazgo detectable en toda Europa hacia las cúpulas políticas. A pesar de algunos de sus aliados, es cierto que Borrell, como le sucedió a Jospin en Francia, ha levantado las esperanzas (y, sí, ha permitido reencontrar el orgullo de pertenecer a una causa) de los ciudadanos ingenuos. Uso el adjetivo ingenuo, atención, en su sentido etimológico, que no es peyorativo: "nacido libre, sin ataduras". Hay diversos fantasmas recorriendo ahora mismo Europa, uno de ellos es esta reivindicación de la sinceridad y de la transparencia; la repulsión que provoca el secretismo gremial de los dirigentes políticos que, en vez de usufructuar las ideologías, las poseen como fincas privadas. En todas partes es detectable este hartazgo: el líder actúa como un papa, los dirigentes como obispos y los mandos locales como curas a la antigua usanza, repartiendo bendiciones o condenando al infierno. Los partidos, con sus dogmas, sus recetas, sus secretos, su infalibilidad y su afición al trapicheo en los pasadizos intestinos, provocan más repulsión que entusiasmo social. Una corriente pretende regenerarlos para salvar la democracia; de la misma manera que una corriente fascistizante pretende disminuirlos e instrumentalizarlos. Dicho esto y dejando a un lado la no menos interesante cuestión del radicalismo verbal y del supuesto izquierdismo de la nueva estrella, parece inevitable referirse a la fatigosa cuestión de la catalanidad. No sólo Pujol y sus adláteres situaron su lanza en ristre y entraron rápidamente en combate sin dar siquiera tiempo al recién elegido para que pudiera digerir su propia sorpresa. También desde el primer momento, algunos radicales bastante menos representativos entraron a matar. Benet Tugues, por ejemplo, del casi invisible PI, muy puesto en su papel de eficaz repartidor de certificados de buena conducta, afirmó: "Nunca ejerció de catalán". Después, el mismo Borrell, quizá demasiado en caliente, ha buscado el cuerpo a cuerpo y no ha sido muy afortunado. Es fácil comprender su excitación posparto, pero tengo la impresión que, de seguir a este ritmo, puede acabar Borrell pasado de revoluciones. Le recomendaría un cierto sosiego, aunque yo no soy nadie para hacerlo. No es con palabras calientes y duras que el combate contra Pujol fructificará. Ahora bien. El tema exige, por lo delicado, que regresemos otra vez a él. Cataluña es una cristalería y entrar en ella al estilo, no de un elefante, pero sí de un caballo siciliano puede ser divertido y espectacular; ¿pero es lo más sensato? Puede entenderse perfectamente que muchos catalanes, fatigados con el exclusivismo nacionalista, tengan necesidad de unos grandes y bellos fuegos de artificio antipujolistas. La cremá de Pujol. Esta necesidad explica el momento de gloria de que dispuso Vidal-Quadras en sus abarrocadas catilinarias. Pero hay que saber que el antinacionalismo, el antipujolismo visceral, sobre todo si es ocurrente y divertido, satisface a un sector, pero a la vez encoge e incluso puede asustar a otro. No se trata, como alguien recomienda, de pasarse al territorio nacionalista. No creo que el PSC lo haya hecho nunca: ni con Obiols, ni con Nadal o Serra. Pero tampoco se trata de hacer lo contrario: de pasarse al españolismo. Hay sectores, como el que encabeza o encabezó Sala, que se rasgan, con razón, las vestiduras cuando Pujol, por ejemplo, se aprovecha de la mitología montserratina pero no tiene ningún reparo en usar para fines políticos la religiosidad popular andaluza. No es fácil el juego que el PSC (y la izquierda catalana, en general) tiene entre manos: CiU defiende un mundo; el PP, otro; pero el PSC tiene un pie en cada estribo y debe intentar conducir a este país hacia la trenza. Es el envite más difícil, sin duda. Implica pasar sobre el filo de la navaja y chamuscarse con frecuencia. Unos lo toman por botifler, otros le critican por filopujolista. No es papel más fácil, pero seguramente es el papel más importante, el que requiere más tacto, más generosidad, más sutileza, más entusiasmo. De ahí que sea, para los socialistas, tan conveniente la renovación ideológica y la ampliación imaginativa de sus márgenes de influencia. Y de ahí que sea tan peligroso el canto de las sirenas que invitan a optar por una de las dos vías, principalmente la del antinacionalismo, como si se tratara de un camino lleno de sentido, siendo como es un camino simplemente visceral, testicular, casi de despecho, que conduce a la fatalidad de los acantilados. Al enfrentamiento social. La irrupción de Borrell en este contexto es una novedad muy sonora, y tendrá muchas consecuencias. Ignoro en qué sentido, como es natural; aunque me inclino a pensar que muchas de ellas serán positivas. Por una parte, la enorme luminosidad de la nueva estrella aclarará muchas de las persistentes sombras internas del PSC. Este partido está situado, he escrito más arriba, en el filo de la navaja catalana y tiene obligación de buscar la trenza entre las culturas que aquí coexisten. Desde hace mucho tiempo, sin embargo, este partido está casi paralítico, empantanado, inmóvil, sujeto a equilibrios internos muy sutiles y seguramente muy justificados, pero difícilmente comprensibles desde el exterior. La irrupción de Borrell contribuirá a deshacer el nudo gordiano (quizá, y esperemos que no, en plan Alejandro con un seco golpe de espada) y puede que facilite la irrupción del debate. Fuera del espacio estricto de los socialistas, Borrell, un catalán con posibilidades de mandar en España, permitirá, tanto en España como en la misma Cataluña, revisar los tópicos nacionales que, en un curioso reparto de papeles, Pujol y los españolistas tipo COPE se han encargado de popularizar. Eso sí me parece importante. Un amigo mío, independentista aunque escéptico, me dijo el otro día: "Borrell será para nosotros lo que Franco para los gallegos". La comparación es de todo punto abusiva, pero tomándola aunque fuera como hipótesis, habría que explicar que hay una diferencia esencial que separa a Franco o a Napoleón (que sería un caso parecido) de Borrell. Franco construyó en solitario un mundo político que negó aquél de donde procedía. Borrell, en cambio, aunque negara la catalanidad (que incluso con su supuesto jacobinismo es algo que está por discutir), no está solo: tiene detrás de sí no ya una democracia, sino a enormes sectores sociales catalanes. Esta fuerza social, la que vitoreó en Santa Coloma con Manuela de Madre, ha estado mucho tiempo dormida y va a despertarse. Puede hacerlo con un despertador estridente y enfermizo que provoque tensiones, enfrentamientos y disgustos o con un despertador que invite de una vez a reconvertir este país, que ha sido un templo de la religiosidad nacional de origen romántico en donde muchos han estado callados, en un ágora de participación general en donde todos puedan hablar. Donde no pueda haber expendedores de certificados de buena conducta nacional.

Antoni Puigverd es escritor.

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