Bilbao
Viajo a Bilbao y visito otra vez esa fabulosa criatura que se les ha tumbado junto a la ría, el Museo Guggenheim, con sus formas imposibles y su piel de titanio. Las placas que recubren el museo son tan finas que tiemblan con el viento; Frank O. Gehry, el arquitecto, dice que ese ligero latido del metal es el modo en que respira el edificio. El aliento de la bestia. Y es que el Guggenheim tiene algo de bicho perezoso; y el interior, con su esplendor de curvas y su complejidad orgánica, es un inmenso estómago. Entras en ese animal y te digiere.Bilbao está orgulloso de su museo, y con razón: es deslumbrante. Todo ese talento y esa belleza son el espejo en el que se mira la sociedad bilbaína, y, por extensión, la totalidad del País Vasco. Para eso sirven las grandes obras públicas: para simbolizar la identidad de un pueblo, sus sueños, sus deseos. Las sociedades se expresan con una gramática arquitectónica, con palabras de piedra, de cristal y de hierro. Y Bilbao se ha definido a sí mismo con un museo internacional de arte moderno. Cultura, creatividad, modernidad, cosmopolitismo: está claro que el Guggenheim nos habla de una voluntad de convivencia, de normalización y de futuro. No es casual que ETA intentara reventar la inauguración con una bomba; el museo es demasiado hermoso, demasiado emblemático, demasiado vital y esperanzador para unos individuos tan impregnados de muerte y de fealdad como los etarras.
Pero a la larga, la vida, siempre tenaz, acaba por imponerse. Ahí está el Ulster, labrándose día a día la paz contra los violentos y logrando un acuerdo de coexistencia que, hasta hace muy poco, nos hubiera parecido tan bello e imposible como imposible y bello es el edificio de Gehry. Ese Museo Guggenheim que es un monumento a la civilidad, el orgullo de Bilbao y su esperanza.
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