Cajal, ayer y hoy
He vuelto a leer estos días, después de muchos años de haberlo hecho por primera vez, las Reglas y consejos sobre investigación científica de Santiago Ramón y Cajal, obra que surgió de su discurso de ingreso, en 1897, en la Academia de Ciencias de Madrid. Es considerada como un clásico del ensayo científico; muy posiblemente, el único auténtico clásico escrito en español de ese tipo de literatura. El elevado número de las traducciones de que ha sido objeto, desde el alemán al japonés, justifica plenamente el que sea considerado de semejante manera. Y, por supuesto, está la gigantesca estatua científica de su autor. Ahora bien, si miramos a otros aspectos del libro, es ya más dudoso continuar considerándolo un clásico. Como pensador generalista y escritor, Cajal nunca alcanzó -es difícil argumentar en un sentido diferente- el nivel de elegancia, rigor y profundidad que le caracterizaron como científico. Y, sin embargo, todavía hay algo en sus escritos no técnicos que atrae irresistiblemente. En sus escritos, y en su personalidad, vertientes diferentes de una misma realidad. Pero, ¿qué es ese algo? Sin duda, su desbordante condición humana. La grandeza de Cajal surgió de su humanidad (no confundir, en este caso, con compasión), pero de una humanidad centrada en sí misma. Sólo así es posible comprender su extraordinaria curiosidad, constancia, autoexigencia... y egoísmo. Cajal fue científico tanto porque deseaba comprender todo aquello que le rodeaba como porque necesitaba comprenderse a sí mismo: como unidad sintiente y pensante, como unidad biológica en la que confluía y se manifestaba la naturaleza.
No es extraño, por consiguiente, que la lectura de escritos de Cajal produzca en muchos el efecto de arrastrarlos irresistiblemente. Como en la buena literatura, mucho de lo que dejó escrito -bueno o malo- se apropia de sus lectores. «Un clásico», escribió Ítalo Calvino, «es aquel que no puede serte indiferente y que te sirve para definirte a ti mismo en relación y quizás en contraste con él». Y en este sentido, ciertamente que Reglas y consejos ... es un clásico. Todo un clásico, que nunca termina de decir todo lo que tiene que decir. Con Reglas y consejos ... podemos practicar el saludable ejercicio de revivir el ayer. Aprender que la grandeza, la excelencia no es incompatible con el prejuicio: «La mujer», escribía Cajal, «ama la tradición, adora el privilegio, siente poco la justicia y suele ser indiferente a toda obra de renovación y de progreso; al paso que el hombre verdaderamente digno de ese título, el homo socialis, abomina de la rutina y del privilegio, venera la justicia y antepone, en muchos casos, la causa de la humanidad al interés de la familia». ¿Hijo de su época? Sí, pero, recordemos, no todos pensaban igual. Baroja, por ejemplo, criticó duramente a Cajal en este punto.
Y también podemos aprender para el presente. O, dicho de otra manera, comprobar que para algunas cuestiones el tiempo parece que no pasa, no importa que haya dejado atrás a generaciones de seres humanos. Léase, si no, la siguiente nota a pie de página que Cajal añadió a la sexta edición (1923) de su libro: «Hoy nos preocupamos de la autonomía universitaria. Está bien. Mas si cada profesor no mejora su aptitud técnica y su disciplina mental, si los centros docentes carecen del heroísmo necesario para resistir las opresoras garras del caciquismo y favoritismo extra e intrauniversitario, si cada maestro considera a sus hijos intelectuales como insuperables arquetipos del talento y de la idoneidad, la flamante autonomía rendirá, poco más o menos, los mismos frutos que el régimen actual. ¿De qué servirá emancipar a los profesores de la tutela del Estado si éstos no tratan antes de emanciparse de sí mismos, es decir, de sobreponerse a sus miserias éticas y culturales? El problema central de nuestra Universidad no es la independencia, sino la transformación radical y definitiva de la aptitud y del ideario de la comunidad docente. Y hay pocos hombres capaces de ser cirujanos de sí mismos. El bisturí salvador debe ser manejado por otros».
¿Es hoy la Universidad española, en el sentido de Cajal, independiente? Yo diría que claramente no. Ni la Universidad ni otras instituciones. Hace muy poco, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, la institución investigadora no docente más importante del Estado español, anunciaba una nueva convocatoria de plazas de personal investigador. Todas ellas corresponden a la categoría de «promoción interna»; es decir, para aquellos que ya mantienen relación con la institución. Los motivos de tal decisión son evidentes, y la solución, comprensible, pero ¿es justa (para otros, sobre todo)?, ¿favorece la independencia de juicio y de acción? ¿No es suficiente con preferir, en caso de condiciones parecidas, a los que ya se han insertado en el grupo, sino que hay que prohibir -en una institución pública- a «los otros» competir?
No son sólo los individuos los que deben emanciparse de sí mismos, también lo deben hacer las instituciones. Universitarias o no. Recordamos aquello que decía Ortega: «La media toda se vacía por el punto menos previsible: una cultura se vacía entera por el más imperceptible agujero». Y cualquier manifestación de aislamiento, de tribalismo, no es, precisamente, un pequeño agujero.
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