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La luz en el laberinto del barro

DE CUERPO ENTERO ø ARCADIO BLASCOPudieron sacarlo de la almazara de aceite del abuelo, aromado de orujo, o de una tahona con las papilas empanadas, pero lo sacaron de un mercante con pabellón argentino. Iba, con otros dos bachilleres, parapetados de fardos, en el fondo húmedo y un silencio de relojería echándole los pulsos, y la cantimplora y el pan de higo y los tomates y los bocadillos de anchoas y tortillas de patatas: un menú de aventura adolescente y un mar océano de teselas hasta Buenos Aires. Y el Buenos Aires querido, con Perón y Evita enjoyados de trigo y churrasco, se desguazó de guardias que invadieron las bodegas del carguero y devolvieron a los intrépidos polizones a los muelles de Alicante, entre lágrimas, grúas y soplamocos. Cada uno enfiló el regreso de un sueño abatido. Arcadio Blasco, de linaje labrador y artesanal, tenía un álbum de filatelista para protegerse de los atardeceres de vencejos y añoranza; tres cursos de seminario con plaza de organista; un uniforme de la banda de música de Mutxamel, su pueblo de nacencia; una flauta dulce y una caja con lápices de colores. El futuro se le aparecía vertical como un piano o como un olivo de cera. Un día Juana Francés, amiga de su hermana mayor, le dijo que pintara cebollas, que las cebollas eran difíciles de pintar. Y Arcadio Blasco cogió el tren de Madrid, en otra escapada gozosa. En Madrid, pintó estatuas de héroes y paisajes urbanos. Luego, ingresó en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando y se empolvó de academicismo, de columnas dóricas y de fastidio: sólo la pintura mural de Vázquez Díaz era un leve centelleo en aquellas tinieblas. Tocaba el año de 1948 y Arcadio Blasco cumplía los veinte. Concluyó sus estudios en la de San Carlos, porque la mili lo facturó a Valencia. Y cuando concluyó, se fue a la Academia de España en Roma. Pintó, expuso colectiva e individualmente, recibió distinciones y en el estudio de Nino Caruso se encontró con una cerámica que salía del horno como un alimento popular, pero dotado de "materia expresiva". A su regreso de Roma, en el alfar del maestro Pedro Mercedes, indagó el barro y sus efectos, y lleva media vida, a ojo de Caballero Bonald, descifrando sus códigos. Carme González afirma doctoralmente que su obra es la primera realizada en material cerámico que se integra en el campo de las artes en nuestro país. Y toda la peripecia de aquella vanguardia de los cincuenta, con Lucio Muñoz, Feito, Canogar, Antonio López, Vento, Jardiel, Mompó; y el taller con una mufla eléctrica, que les facilitó el arquitecto Luis Feduchi, en la Ciudad Universitaria, a él y a José Luis Sánchez; y sus clases de dibujo; y sus relaciones con El Paso, con Saura y Millares; y sus investigaciones plásticas; y su militancia marxista y su consecuente oposición a Franco; y sus irónicas y terribles propuestas para la tortura o sus máquinas de cortar dedos decisorios o sus ruedas de molino o su polémico laberinto del becerro de oro. Tanto inquietó a la jerarquía franquista que lo pusieron preso en Carabanchel. Manuel Vicent escribió: "Bajo su diseño de benevolente ciudadano anida la fe de un luchador, aquella parsimonia campesina que no cesa de ahondar". Encantador de arcillas y escombros, el barro se le pone perdido de avisos. Ahí queda la crónica de su compromiso ético y artístico: pinturas, cacharros, monumentos, grabados, esculturas, murales, enormidades con el interior esmaltado de angustias y miedos, bigote de menestral, manos coloquiales de óxido de hierro. Narrador de objetos y constructor de imágenes, como lo define Román de la Calle. De su taller de Majadahonda a su taller de Bonalba, en Mutxamel; de Mutxamel a Sargadelos, a Nueva York, a Tokio, a La Habana, a París, a Venecia, a Valencia. Un día, Joan Miró, que contemplaba una de sus piezas le dijo: "La luz está en el interior del barro". O sea, en esa vieja sabiduría que da la proclamación elemental de la tierra: Arcadio Blasco.

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