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Otro fin de siglo

La espléndida y sabia conferencia que José Carlos Mainer pronunció en el congreso sobre el 98, que se clausuró ayer en Barcelona, recogía unos párrafos del escritor republicano Rodrigo Soriano donde se describía una sobremesa. Una sobremesa de intelectuales y artistas en la que participaban Blasco Ibáñez, Sorolla, Castrovido y alguno más. La prosa encendida de Soriano recorre las lubinas de plata, las verduras dionisiacas, la riada de felicidad sensual de un mediodía inagotable. Pero junto a los víveres, Soriano coloca las palabras. En pie de igualdad, lejos del aderezo trivial. Y cuenta como aquellas gentes, en aquella mañana de fin de siglo, iban de Salmerón a Fra Angélico, de la revolución al feminismo, cómo aquella gente quería inundar España de revistas, de libros, de proyectos. Mientras Mainer -una de las primeras figuras de las humanidades españolas- describía la fiebre intelectual de hace 100 años, una treintena de personas le atendían. Había tenido suerte. Hubo quien durante alguna comunicación del congreso habló sólo delante de su novia. Y, en cualquier caso, la media de público en las sesiones no superó la quincena de personas bien contada. Es verdad que el congreso tuvo una organización rudimentaria, impropia -baste decir que ni se disponía del currículo de los ponentes-, y que de las conclusiones no va a derivarse una nueva mirada -ni catalana ni española- sobre el 98. Pero sería injusto atribuir a esas circunstancias logísticas e intelectuales la opaca indiferencia que el congreso ha despertado. Más bien la explicación quepa encontrarla en el final de la conferencia del propio Mainer, cuando recordaba el acto de Luces de bohemia en que la policía se lleva a la cárcel al grupito de intelectuales sumergidos que capitanea Max Estrella. "¡A la delega, a la delega...!", bramaban los polis. La delega estaba en la Puerta del Sol y era el mal nombre popular que daban a la Delegación General de Seguridad, de siniestra y obstinada memoria. "Ahora ese edificio es el de la Comunidad de Madrid. La historia ha acabado bien para los intelectuales", concluía Mainer con un suavísimo, casi bondadoso, gesto de ironía, dando pie a que los oyentes pudieran entender por sí mismos el itinerario intelectual español: de la cárcel a la subvención. Una buena noticia, sin duda, si no fuera porque las aulas vacías del congreso, de demasiados congresos y debates contemporáneos, evocan una imagen de gatazo indolente, desdeñoso y sobrealimentado para definir la imagen del intelectual español contemporáneo. Razones de la ausencia al margen, lo cierto es que el congreso tuvo momentos muy dignos de ser escuchados. Las conferencias de Richard Cardwell, Mainer o Sánchez Ron. O la estupenda mesa redonda que reunió a Jordi Castellanos, Jean-François Botrel, Joan Lluís Marfany, Adolfo Sotelo y Enric Bou, en torno a Unamuno y Maragall. Fue un estupendo espectáculo ver en esa mesa cómo Sotelo se partía el pecho en busca del Unamuno esencial, o cómo Botrel explicaba la instructiva historia de la Enciclopedia Espasa: idea catalana, talento catalán, pero que sólo arrancó ambiciosa y gigantesca cuando don Nicolás de Urgoiti, de El Sol, de la SER y de Calpe -un anagrama y no un apellido-, puso el dinero. Como estupendo fue también que pasara por el congreso Corpus Barga -un periodista del que cualquier país civilizado viviría- o la figura cada vez mejor definida, y tan atractiva, del gran regenerador Lucas Mallada. La audiencia no tuvo ni siquiera apego simbólico: fue doblemente lamentable que sólo la quincena habitual se reuniera para escuchar la última conferencia, en la que Octavio Ruiz Manjón leyó parte del testamento espiritual del catalanófilo Vicente Cacho Viu. Un texto inédito, que va a ser publicado próximamente con el título de El nacionalismo catalán como factor de modernización, y donde, según dijo Ruiz Manjón, señala como gran innovación del nacionalismo catalán su pronta incorporación -ya desde 1901, y por delante de sus propios votantes- a los procedimientos de un sistema liberal y formalmente democrático.

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