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La responsabilidad narrativa

La narración es una de las formas de construcción de la identidad. Lo que llamamos el yo es una narración, lo que llamamos nación es una narración. El pasado es una narración y el futuro es una propuesta narrativa todavía no publicada. Y la narrativa, en cuanto a género literario, es un conjunto de narraciones que se inserta en esa narración global que llamamos historia. En cada momento, la sociedad se está narrando a sí misma. En cada momento histórico, la sociedad parece privilegiar a determinados narradores, ya sean los políticos, los economistas, los artistas, los filósofos o los obispos; presenta un punto de vista desde el que ser narrada (el social, el económico, el estético, el religioso o el de la prensa del corazón), y en cada momento, esa narración ofrece sus héroes o protagonistas, sus materiales narrativos y hasta los soportes narrativos a través de los cuales la narración se hace pública. El resultado es una narración dinámica pero reconoci ble. Dentro de ella compiten los posibles narradores, los posibles puntos de vista y los posibles héroes narrativos. Antes de ayer fue el Che; ayer, Mario Conde o la princesa Diana; hoy, Clinton y sus novelescos conflictos sexuales. Hay soportes narrativos que ocuparon en su momento un lugar de relieve: el púlpito, el teatro, la escuela, y que hoy ceden su preeminencia a la televisión, el cine, la radio o la prensa. La narración literaria, que es un elemento más dentro de ese sistema narrativo global, es un conflicto en un tiempo. Ese conflicto da paso al argumento que lo argumenta y a la trama de personajes y acciones que lo muestra y desarrolla. A través de la narración se le ofrece al lector la experiencia de la compresión.

Compresión en el doble sentido del término: como acto cognitivo y como acto moral al modo en que alguien nos solicita -"sólo pido comprensión" - empatía más allá del juicio. Esa comprensión que parecía reclamar hace poco el lehendakari Ardanza y que hubiera hecho con veniente que en la Mesa de Ajuria Enea se hubiera sentado algún narratólogo profesional, pues, al fin y al cabo, debajo de los conflictos nacionalistas subyace siempre un conflicto entre narraciones que se viven como diferentes, como contrarias o como complementarias.

El modo de conocimiento propio que caracteriza a la nativa reside en capacidad de experiencia y, por tanto, actuar sobre las biografías, ya sean éstas personales o colectivas, y así, del mismo modo que decimos que la lectura alteró la biografía de Don Quijote, el poeta lord Byron señaló e la lectura de Don Quijote modificó la biografía lectiva de los españoles. Sobre esa capacidad descansa el prestigio cultural de la narrativa y sobre esa misma capacidad de intervención se levanta su responsabilidad.

En una situación histórica como la actual, en la que la na rración global de la sociedad se ve dominada por un único valor dominante: la rentabilidad a corto plazo y su correlato ideológico: "sólo es real lo que es rentable a corto plazo", a la narrativa se le presentan dos opciones: seguir los senderos que marca aquel pensamiento único -instalándose en una narrativa de suspense, narcisismo y espectáculo, con unas gotas de metaliteratura- o enfrentarse a la narración única que nos invade con propuestas narrativas que pongan en cuestión o al descubierto sus fallos narrativos -paro, angustia, mediocridad, usura, codicia, soledad- o nos ofrezcan criterios de verosimilitud que no descansen en la convención ideológica que la mera rentabilidad representa y encarna.

Es un problema de responsabilidad, es decir, un problema literario que recientemente Eduardo Mendoza abordaba con certera portunidad en su novela Una comedia ligera. Un título revelador que debería leerse con atención antes de lanzarnos alegremente a trasplantar el slogan aznariano, la narrativa española va bien, a nuestro campo literario.

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