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La comprometida situacion del compromiso

Javier Marías

Cada poco tiempo, algún escritor o intelectual que se considera a sí mismo muy comprometido lanza un artículo o unas declaraciones en que se lamenta de que los escritores e intelectuales de hoy ya no estén comprometidos ("no como yo, que sí lo estoy", acaba siempre por subrayar con trazo más fino o más grueso). La verdad es que el número de quejosos o acusadores -según el tono y el perfil elegidos- es tan elevado que la acusación o queja parecería un disparate siempre. Si tantos dicen estar comprometidos, ¿cómo es posible que cada uno de ellos no vea a los otros y tenga en cambio la impresión de ser un aislado superviviente heroico de los tiempos militantes y solidarios?Basta con echar un vistazo a los periódicos españoles, franceses e italianos -en cuyos países más se dio el engagement- para comprobar que casi todos los escritores o intelectuales están comprometidísimos: publican en ellos continuamente, hablando de cualquier asunto que rara vez es literario; estampan sin cesar sus firmas en manifiestos y proclamas varias; elevan protestas a los Gobiernos del mundo por cualquier causa, justa o meramente llamativa, y a menudo se dan golpes en el pecho por no ser más activos (¿más todavía?). Hay algunos que se desplazan, previo aviso a fotógrafos y reporteros, a los lugares más conflictivos: recuerdo cómo Susan Sontag, tras una de sus estancias en Sarajevo, brindó un titular demasiado transparente: "Es una vergüenza que yo sea la única intelectual que haya venido a Sarajevo". Podía haberlo dicho de mil maneras, pero la que escogió hacía un pésimo efecto, como si lo que de verdad le importara fuera "Yo en Sarajevo", no Sarajevo misma ni la acción de los intelectuales en ella. Y hace bien poco Saramago se ha cuidado de que nadie ignorara que él, a diferencia de otros escritores y aun políticos, se ha acercado hasta Chiapas para bien enterarse y echar una mano. El señor Vargas Llosa, por su parte, nos in- forma puntualmente en este diario de cada visita política que realiza a cualquier punto del globo, lo mismo que los señores Lévy y Glucksmann en Francia, Handke en Austria, Grass en Alemania, Fuentes y García Márquez en América. El señor Juan Goytisolo acostumbra a sacar un libro por compromiso práctico adquirido sobre el terreno, sea éste bosnio, magrebí o checheno. En cuanto al señor Cela, que se ha pasado años acusando a los novelistas más jóvenes de estar "subvencionados" y ser mansos, acaba de comprometerse -una vez más- al recibir del Ministerio de Cultura cuarenta millones de pesetas para la Fundación creada a su mayor boato y propaganda. No se puede decir que ninguno de ellos deje de contraer compromisos.

En realidad, no hay carencia, sino acaso exceso, ya que también existe el compromiso institucionalizado, con su Parlamento Internacional de Escritores, al frente del cual figuran los señores Rushdie y Soyinka y de cuyo Consejo Administrativo forman parte personajes como Derrida, Kapuscinski, Kemal, Magris, Pinter, Saramago, Tabucchi y yo mismo incongruentemente, tanto que a estas alturas creo que debo ceder el puesto a alguien menos escéptico y más afanoso.

Así, quienes se lamentan y acusan de pasividad e indiferencia a sus colegas parecen padecer una preocupante miopía, o bien sólo tienen ojos para sí mismos y sus paseos bajo los focos, tal vez en la confianza de quedar lo bastante iluminados para que se los vea desde Estocolmo. (Obsérvese lo superfluo de ir a denunciar lo que ocurría en Sarajevo cuando ya estaban allí, haciendo permanente guardia, todas las televisiones del mundo como ministerios fiscales).

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Y sin embargo la reiterada acusación o queja ha arraigado, uno de esos casos raros en que la insistencia verbal en lo que no sucede o no existe aca ba por borrar lo evidente y negar lo que sí sucede y existe. Lo que sí es seguro es que las voces y denuncias y condenas de los intelectuales han perdido el valor y el influjo que quizá un día tuvieron. No me cabe duda de que uno de los motivos de ese adelgazamiento o merma es precisamente la proliferación, la repetición, la profesionalización, la institucionalización, el abuso, el remedo y en definitiva la caricatura del compromiso. Si alguna vez tuvo importancia la voz alzada de un escritor -el caso de Zola es uno de los pocos ejemplos seguros; o el de Dickens, que sin embargo se olvida siempre por haberse dado en sus ficciones-, fue en gran medida por lo inesperado y desacostumbrado, que daba idea de la gravedad o injusticia del asunto tratado y obligaba a prestarle atención. Que quien no era político ni predicador se molestase en abandonar un momento sus poemas o novelas o dramas para señalar algo inadvertido o ignorado por los demás suponía un gesto si no único sí inusitado y por tanto digno de atención. Qué sentido tiene, en cambio, prestársela a lo que ya está previsto y por así decir codificado, o es más, a lo que para algunos intelectuales es ya sólo parte de sus propias imagen y profesión. Casi nadie escucha lo consabido, lo rutinario, lo que, por su reiteración y previsibilidad, suena a falso y hueco las más de las veces, a disco rayado y a una toma de postura "clara y contundente", pero más que nada para que no se diga.

Hay sin embargo otro motivo fundamental para ese empequeñecimiento del papel de los intelectuales, que mengua en proporción inversa al incremento de su vocerío y del número de ellos que se afana por llevar bien visible en la frente el cartel salvador de "Comprometido, oiga". Y es que los políticos actuales han aprendido a hacer caso omiso de su griterío. Saben que cualquier escándalo mediático tiene los días muy contados y que sólo hay que aguardar unos minutos, porque la gente no aguanta ya ni tres actos de un mismo drama; necesita variedad, entremeses con resoluciones rápidas (y si no las hay todo asunto cae por sí solo, nadie está dispuesto a esperar para ver un desenlace). Saben también los políticos que, así como los escritores que los apoyan pueden traerles beneficios de imagen o promocionales, los que se les enfrentan apenas pueden hacerles daño. A ninguno le preocupa hoy día, por lo demás, escuchar ni aprender ni corregir erorres:los aparatos de los respectivos partidos creen saberlo ya todo o al menos lo tienen, todo decidido desde el primer día de su gobierno. Es curioso que tal cosa como los consejos sea algo del pasado. La culpa de esta situación no la tienen los escritores -o sólo en la medida en que han contribuido, con sus parodias, a restarse a sí mismos importancia y peso-, sino los políticos que elegimos, cada vez más cínicos y resabiados. Ya se ve: en diez años de clamor intelectual internacional no se ha conseguido la anulación de la fatwa contra Salman Rushdie ni, por supuesto el absoluto cese de relaciones con el régimen iraní por parte de esos elegidos gobiernos nuestros. En Estados Unidos no se ha dejado de ejecutar a nadie porque protestaran en contra los escritores del mundo, ni aquí se ha parado a pensar un poquito el cerril PNV ante el manifiesto del Foro Ermua, sino que se ha dedicado, por el contrario, a vituperar y a señalar con el dedo a sus integrantes -y señalar hoy con el dedo en el País Vasco es casi una inducción al asesinato- .Sigan pensando ejemplos, pocos encontrarán en que hayamos servido en verdad de algo. Pero no es que las voces de los escritores e intelectuales estén calladas en nuestros tiempos, y menos aún sugiero que deban estarlo o que sea indiferente que lo estén o hablen. El problema es más bien que las sofocan y desprestigian los sermones de autobombo que algunos lanzan con megafonía, y que quienes deberían atenderlas y oírlas y tomarlas en serio hace mucho que llevan puestos muy tupidos tapones en los oídos.

Javier Marías es escritor.

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