Bronca al árbitro
El presidente del Gobierno y el presidente de la Generalitat celebraron ayer en el Palacio de la Moncloa la entrevista aplazada hace una semana, justo en vísperas de que el Defensor del Pueblo -Fernando Álvarez de Miranda- se pronunciase sobre la constitucionalidad de la Ley de Política Lingüística de Cataluña. La norma había sido aprobada por el Parlamento autonómico el pasado 30 de diciembre con el apoyo de CiU, PSC-PSOE e Iniciativa per Catalunya: PP y Esquerra Republicana votaron -por razones diametralmente opuestas- en contra. Pese a que sus enérgicas críticas hicieran pensar lo contrario, la dirección nacional del PP y el Gobierno de Aznar decidieron finalmente no recurrir ante el Constitucional la llamada ley del catalán.Según algunas maliciosas interpretaciones, ese prudente paso atrás fue una maniobra florentina de los populares: la descontada beligerancia del Defensor del Pueblo -legitimado también para interponer el recurso de inconstitucionalidad- le garantizaba al Gobierno la impugnación de la ley del catalán sin tener que pagar los costes de una eventual ruptura con CiU. Pero la capacidad para pensar mal del, prójimo está universalmente repartida: otros pronosticadores suspicaces dieron como seguro que las presiones del presidente del Gobierno, amenazado con unas elecciones anticipadas por el presidente de la Generalitat, disuadirían de sus propósitos al pusilánime Álvarez de Miranda. Ese enrarecido clima de sospechas cruzadas explica que el encuentro entre Aznar y Pujol sólo pudiera celebrarse después de que se pronunciara el Defensor del Pueblo.
El prestigio de una institución sufre gravemente cuando sus decisiones resultan ácidamente descalificadas por tirios y troyanos o son acusadas de tongo por romanos y cartagineses. Al igual que los árbitros de fútbol proclives a compensar el penalti injusto contra el equipo de casa con la indebida anulación de un gol al once visitante, la estrategia pastelera de Álvarez de Miranda en torno a la ley del catalán, lejos de contentar a las hinchadas rivales, sólo ha conseguido exasperarlas. Por un lado, el escrito dirigido el 8 de abril por el Defensor del Pueblo al presidente del Parlamento catalán dictamina que algunos preceptos jurídicamente discutibles de, la norma "no son indubitablemente inconstitucionales", ya que cabe hacer interpretaciones "constitucionalmente adecuadas" de su "anfibológica redacción"; por otro, sin embargo, Álvarez de Miranda deja caer envenenadas reticencias acerca de la intencionalidad extraconstitucional de algunos artículos (sobre cooficialidad lingüística y fomento del catalán en el ámbito privado) y exhorta a la Generalitat a modificarlos para dejar clara la inexistencia de "un deber general de conocimiento de la lengua catalana" e impedir que la discriminación positiva de la "lengua propia" sea interpretada como "excluyente de la lengua castellana" o justificadora de su "preterición".
Según algunos, Álvarez de Miranda traicionó su deber de recurrir la ley del catalán para contentar a Aznar, extorsionado a su vez por un conminatorio ultimátum de Pujol; según otros, las "recomendaciones" del Defensor del Pueblo al presidente de la Generalitat para que impulse la modificación de cinco artículos de la norma son una impertinencia extemporánea. Desde un punto de vista institucional, las destempladas réplicas de los dirigentes de CiU no carecen de fundamento. Si la ley de Política Lingüística es constitucional, tal y como afirma Álvarez de Miranda, el Parlamento catalán no tiene por qué obedecer sus consejos; si la Generalitat aplicase indebidamente esa norma en el futuro, lesionando derechos fundamentales en el ámbito lingüístico, el Poder Judicial tiene medios suficientes (sin necesidad de recurrir a los buenos oficios del Defensor del Pueblo) para impedirlo: una eventualidad no descartable por los más optimistas, dada como segura por los más pesimistas y temida a partir de ahora por los lectores más atentos del contradictorio escrito de Alvarez de Miranda.
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